Tres cosas bien importantes nos acaban de decir las tres lecturas del día de Pentecostés:
1ª. El Espíritu que acompañaba a los apóstoles hizo que el Evangelio de Jesús fuera escuchado en su propio idioma por las más diversas personas de razas y culturas diferentes. Aquel prodigio de traducción en realidad fue el gran milagro de la encarnación del mensaje de Jesús en cada persona y en cada pueblo.
2ª. El Espíritu que hace a la Iglesia, reposa en cada uno de sus miembros, auténticas piedras vivas, y les capacita para ser lo que puedan ser, una gran variedad en la unidad, un solo Cuerpo, contribuyendo cada uno de ellos con sus capacidades propias al bien común.
3ª. El Espíritu es el que realiza la misión a través de todos nosotros. Es Él mismo el que evangeliza. Él el que preside. Es el Espíritu el que proclama y dispensa el perdón y la misericordia. El Espíritu es el que nos convoca y nos invita a la mesa de la fraternidad. Es el mismo Espíritu quien se derrama en amor y compasión creando solidaridad.
Todo, absolutamente todo lo hace el Espíritu en nosotros y nunca sin nosotros.
El Espíritu hace presente a Jesús, que nunca se fue de nuestro lado, y está en su Iglesia y en sus amigos, que está en este mundo y en cuantos lo habitan, que no sabe nada ni quiere saber de grupitos enfrentados, aislados o ignorados.
Es el mismo Espíritu que acompañó la creación, que inspira la historia humana y concluirá este mundo en su conversión definitiva y plena en Reino de Dios.
¿Vamos a vivir en el temor con semejante compañía?