Domingo 26º del Tiempo Ordinario


La primera lectura viene a decir más o menos que cada uno es responsable de lo que hace y de lo que dice. Sin meterse a explicar eso de que cada uno reproduce los comportamientos que ha vivido de pequeño y de que todos somos hijos de nuestro ambiente, el texto bíblico afirma que nadie carga con la culpa de los padres, sino que quien peca, peca él, y quien se convierte, se convierte él.
San Pablo enseña que debemos ser solidarios, soportándonos mucho más de lo que nos soportamos, considerando a los otros por encima de lo que lo hacemos, y siendo humildes ante el triunfo ajeno. Y el ejemplo y fundamento de todo esto está en el mismo Jesús, que se solidarizó con todos los hombres y mujeres hasta el extremo de hacerse como nosotros, siendo el mismo Dios.
Finalmente, y sin palabras bonitas ni retóricas complacientes, escuchamos a Jesús en el evangelio: «Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del Reino de Dios», tras relatar la parábola de los dos hijos. La mayor hipocresía en que podemos caer los cristianos es decir y no hacer, o hacer lo contrario de lo que decimos. Al actuar así en realidad estamos renegando de nosotros mismos.
Bien de actualidad resulta el mensaje evangélico de hoy, a la vista de lo que vamos conociendo de nuestra sociedad. Lo fácil es mirar a esos personajes de la sociedad y también de la Iglesia, que están saliendo a todas horas en los informativos, y no pasar de ahí. Pero si aceptamos que Dios nos habla desde su palabra, reconozcamos que también nosotros pecamos de hipocresía y de no hacer lo que decimos.
El evangelio para un cristiano es además de una buena noticia una llamada a la conversión. Si no estamos dispuestos a cambiar para ser buenos y hacer lo que Dios nos pide, sepamos que aquellos a quienes consideramos despreciables van a ocupar nuestro puesto en el Reino de Dios, y nosotros es posible que lo perdamos. Porque ellos si responderán cuando se les llame.
Así adquieren pleno sentido las palabras de Jesús: «los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del reino de Dios». Para entrar en ese reino, hay que abrirse a una nueva forma de vida, aunque suponga un corte drástico y doloroso con la vida anterior. La institución religiosa seguirá firme en sus trece, incluso utilizará el argumento de la parábola para recha­zar a Juan y a Jesús. Pero el Reino se irá incrementando con esas personas indignas de crédito, pero que creen en quien les muestra el camino de una nueva forma de fidelidad a Dios. Esas personas que, como dice el profeta Ezequiel en la primera lectura, son capaces de recapacitar y convertirse.

Domingo 25º del Tiempo Ordinario


Es verdad que nadie nos lo preguntó, pero todos lo deberíamos saber: cuando nos bautizaron, quedamos comprometidos de por vida para mostrar al mundo entero cómo es el Dios que nos llamó a la existencia y se ha manifestado encarnándose en la persona humana de Jesús de Nazaret. Si esto es así, y lo es ciertamente a partir de las palabras de Jesús, a quien y en quien creemos, no nos extrañe que muchas veces nos critiquen, y, lo que es peor, que por nuestra culpa haya personas que tengan complicado encontrar a Dios.
Porque hemos de reconocer, si somos sinceros, que, en esta parábola que acabamos de escuchar en el evangelio, la actitud del dueño de la viña no nos parece justa ni presentable, porque si al final todo el mundo va a recibir el mismo trato, decimos ¿para qué molestarse? Y esto lo hemos pensado y expresado más de una vez.
De modo que cuando los cristianos y gente de Iglesia exigimos privilegios en una sociedad que trata de ser igualitaria en cuanto a los derechos y obligaciones, merecemos ser criticados contundentemente. Pero al mismo tiempo, estamos siendo piedra de escándalo para tanta gente honrada que busca a Dios, y rechaza el que nosotros les mostramos.
Lo que Jesús está pidiendo en este evangelio es que no desvirtuemos la bondad de Dios. ¿Te parece mal que Dios sea bueno? Nos está diciendo ante nuestras quejas y gestos de protesta. ¿De verdad, tal como piensas y vives, crees en el Padre bueno que quiere a todos los seres humanos y hace salir sobre ellos cada día el sol que nos alumbra y da vida?
Es preocupante ver personas buenas que viven en constante temor pensando que Dios está anotando en una libreta los pecados de unos y los méritos de otros. Se merecen el cielo porque hacen un infierno de su propia vida. Y muchas veces también de la ajena.
Pero Dios no es así, lo dice Jesús. Y debemos aprender a no confundir nuestros esquemas estrechos y mezquinos, con la mirada abierta y el corazón generoso de quien nos quiere como Padre, y es un misterio insondable de bondad que emplearíamos la vida entera en comprender.
Como Iglesia, los cristianos estamos llamados a vivir como San Pablo: no tan pendientes de nosotros mismos y de nuestro bienestar, sino de ser ayuda y beneficio para otros. Somos responsables ante Dios de todos ellos, y nuestra tarea es la del mismo Jesús: servir a los demás y ocupar los puestos de la cola.

Domingo 24º del Tiempo Ordinario. Exaltación de la Cruz


Exaltación de la Santa Cruz. A veces las palabras juegan malas pasadas y dan pie para interpretaciones indebidas.
Con la fiesta que hoy celebramos tal vez ocurra algo de esto, y todos sintamos un cierto pudor para no ser tildados de masoquistas o pervertidos de alguna forma.
La cruz es un instrumento de tortura, no sólo de la antigüedad, también actual; expresa sufrimiento, sangre derramada, alguien colgado de ella chorreando sangre y condenado, ¡algo habrá hecho! ¿Cómo puede exaltarse un utensilio de esta calaña?
Propiamente celebramos la exaltación del Crucificado, del que murió colgado de la cruz por nosotros y a quien el Padre rescató resucitándolo y proclamando sobre él sentencia de condena contra la injusticia y el sufrimiento gratuito que este mundo inflige a los pequeños.
La cruz era inevitable. Este mundo que habitamos está estructurado según una dinámica de muerte; aunque se proclame la vida, se defienda con todo tipo de medios y se organicen en su nombre ejércitos de los más diversos estilos, el precio que hay que pagar, y siempre hay que pagarlo, es la muerte.
Dios ni quiso ni permitió la muerte de su Hijo. Fue nuestro mundo el que no entiende las cosas de otra manera. Y tenemos ejemplos de ahora y de siempre, que lo confirman.
La cruz fue salvadora. Ninguna cruz, en tanto instrumento de sufrimiento, salva. La cruz de Jesús nos salva porque en y por ella él dio su vida por todos. Y esto no es verdad porque lo hiciera Jesús, sino que lo hizo Jesús porque es verdad. De esto algo sabemos por experiencia: dar vida a los hijos, alentar en un momento determinado la existencia de un amigo, de la mujer o del marido, promover una mayor justicia y bondad en nuestro mundo desgarrado y roto, ¿es posible acaso sin aceptar lo que ello conlleva de entrega, de salida de uno mismo, de cruz?
La cruz, a pesar de todo, es un escándalo. La fe cristiana no puede ni debe ser azucarada; el Crucificado no lo permite. El Evangelio insiste demasiadas veces en esto como para que no lo tengamos en cuenta: “quien no cargue con su cruz no puede tener parte conmigo”; “quien quiera ganar la vida tendrá que estar dispuesto a perderla por mí y por el evangelio”.
Que la gloria de Dios -su belleza, su verdad, su bondad- aparezca en un Crucificado, y que la vida auténtica -la más bella, buena y verdadera- se logre dándola, he ahí la gran paradoja cristiana y el gran escándalo. Este mensaje suena tan raro, tan no evidente, tan contracultural, que su verdad sólo la experimentarán quienes se atrevan a entrar en esa vía, atraídos por el ejemplo de Jesús.
Recemos pidiendo que ese milagro suceda hoy entre nosotros en esta eucaristía: que al gustar a Jesús, al alimentarnos de él -su cuerpo entregado y su sangre derramada-, comulgar con su vida y con su muerte nos dé a conocer el camino de la vida verdadera y cómo caminar por él.

Música Sí/No