Domingo 22º del Tiempo Ordinario


¿De qué le sirve a una persona ganar el mundo entero si malogra su vida? ¿Qué podrá dar para recobrarla?
Se me ocurre que debiéramos hacer una propuesta a la autoridad eclesial competente: en tiempo de verano, las lecturas de las celebraciones cristianas deberían ser cuidadosamente seleccionadas para que plantearan o propusieran u ofrecieran mensajes más blandos, más suaves, más de acuerdo con la desgana que las vacaciones y el calor producen en nosotros.
Porque el tema que centra la liturgia de hoy es de los que suponen mucho esfuerzo, demasiado.
¡Cómo vamos a querer malograr nuestra vida! ¿Es que nos toman por tontos o por suicidas? Pero ¿es malograr nuestra vida, la que queremos tanto, tratar de vivir con el menor riesgo posible, no buscando complicaciones innecesarias, intentando gestionar nuestras propias cosas sin meternos en las ajenas, disfrutando de tantas cosas agradables y placenteras? ¿No podían ser las cosas de otra manera, y la cruz no estaría mejor en el cajón de los cachivaches, guardada y tal vez olvidada?
Sé que muchos han dejado de pertenecer a la Iglesia, al menos en la práctica, porque la fe cristiana les parece demasiado exigente; otros simplemente porque no quieren que se les recuerde lo que está ahí, a la vista de todo el mundo. También hay gente que apaga el televisor cuando empiezan las Noticias, y de los periódicos sólo leen los Deportes. Dicen que a los avestruces se les caza fácilmente porque cuando se sienten perseguidos meten la cabeza bajo el ala (No sé, a lo mejor es verdad).
Hay un refrán castellano que dice: “Nadie es más ciego que el que no quiere ver”.
La fe que Jesús nos contagia y a la que nos invita no nos consiente ni cerrar los ojos ni hacernos los sordos ante la realidad, porque ahí está de verdad la causa del sufrimiento y del dolor, ahí está de verdad la cruz que nos atemoriza y a la que no debemos renunciar si no queremos renegar de nuestra condición humana.
Dejemos ya de culpar a Dios del sufrimiento, del dolor y del pecado. O al diablo. Lo que hoy Jeremías, Pablo y el mismo Jesús nos están diciendo es que si escurrimos el bulto, si ello es posible, alguien va a cargar sobre sí mayor peso del que debiera. Por el contrario, si cada uno asume coherentemente lo que le corresponde, todos nos veremos ante nuestra propia responsabilidad. Pero si alguien toma sobre sí, además de lo suyo, parte de la carga de otros, está aliviando solidariamente a sus hermanos. La actitud cristiana corresponde a esta última postura, y es arriesgada, y es atrevida, y ciertamente no es para todo el mundo, pero es la que Jesús quiso para él y la que nos invita a tener para nosotros. Jesús se entregó para la salvación de muchos, decimos y profesamos en la Eucaristía. Vivamos como él vivió y pidamos al Señor que nos ayude a ello.

Domingo 21º del Tiempo Ordinario


Hay preguntas y preguntas. Hay preguntas que se pueden responder de cualquier manera, o simplemente no contestarlas. Son esas preguntas generales, sobre la política, sobre el trabajo o sobre la moda, por ejemplo, cuyo contenido ni nos va ni nos viene, y que solemos contestar con vaguedades, vamos como para salir del paso.
Pero hay preguntas que exigen mucho más que una respuesta de circunstancias.
Jesús hace dos preguntas en el evangelio. Las dos son importantes. Las dos exigen meditar la respuesta.
La primera. Jesús está a la mitad de su camino hacia Jerusalén. Se encuentra en tierra de paganos, después de haber predicado sin haber logrado demasiado. Quiere saber, como todos los que pretenden algo, si está consiguiendo su objetivo; y pregunta a los discípulos si lo está logrando. La respuesta de éstos es variada y no le aclara demasiado: son generalidades. La gente comenta que si un profeta vuelto del más allá; parece que creen que eres un revolucionario, o el líder que nos haría falta; sólo un predicador más de los muchos que abundan en estos tiempos… Los discípulos no se esfuerzan demasiado en lo que dicen, sólo se limitan a decir lo que la gente puede pensar sobre Jesús. Responden así porque no captan la importancia que tiene para Jesús. Pierden la ocasión de contribuir a que el mismo Jesús tenga más claridad sobre su propia misión.
La otra, la segunda pregunta. Jesús quiere saber qué piensan ellos mismos, en qué creen. Según el texto mismo parece que Pedro no dudó en responder y lo hizo con toda claridad: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.»
No sé si nos damos cuenta, nosotros ahora, de lo que significan aquellas palabras en boca de aquella persona. Reconocer en la persona de Jesús, cansado (de caminar por caminos polvorientos), desalentado (de hablar a galileos descreídos), y apremiado por llegar a Jerusalén y enfrentarse a los poderes fácticos, al hijo de Dios vivo; y que este reconocimiento lo haga una persona como Pedro, un pescador del lago, un hombre sin cultura, un padre de familia normal y corriente, está diciendo algo muy importante: el corazón no engaña. Y Pedro habla no por la boca, sino con el corazón. Puede incluso que ni él mismo fuera consciente de lo que había dicho, pero al decirlo se labró su propio futuro.
La rutina, el seguir con más o menos indolencia dejándonos llevar por el curso normal de los acontecimientos de la vida, el ir tirando puede verse sorprendido por un momento de franqueza, de sinceridad, de espontaneidad no pretendida que marque para siempre nuestra vida. Y eso no es fácil, porque generalmente vamos armados, prevenidos para que no nos pillen, siempre sobre aviso para no caer en una indiscreción…
La fe en Dios y en Jesús, la fe cristiana está menos en los saberes, en los catecismos, en lo aprendido de memoria, y mucho más en el corazón, en los sentimientos, en el dejarnos sorprender por Dios mismo que actúa en nosotros si le dejamos bajando nuestras defensas.
Pedro se ganó los piropos y felicitaciones de Jesús, y al mismo tiempo contribuyó a reafirmar el ánimo de Jesús en la misión que había recibido del Padre.
¡Ojo!, pues, con nuestras respuestas. ¡Cuidado! con lo que hacemos y con lo que decimos. ¡Atención! porque alguien puede estar pendiente de cómo vivimos nuestra fe, y por no hacerlo bien estamos desperdiciando ocasión de ayudarle.
La fe requiere compromiso, no sólo buenas palabras.

Domingo 19º del Tiempo Ordinario


El mensaje que yo deduzco de estas lecturas bíblicas es que nuestro Dios, el Dios de Jesús de Nazaret, no está en la violencia sino en la paz, no en la tormenta sino en el sosiego, no en el huracán sino en la calma, no en la voz tonante sino en el susurro delicado.
Las situaciones de peligro de cualquier tipo están ahí, y no siempre las podemos evitar. Y es normal que nos invada el miedo, incluso el terror. Pero existe una terapia para superarlo, y eso es lo que el evangelio quiere indicarnos. El creyente sabe que cualquier situación, incluso las difíciles, están habitadas por la presencia de Dios. Que Dios está ahí, en medio, a nuestro lado. Al creyente se le pide que confíe no en su fe, ni en sus fuerzas, sino en Jesús.
Pero no es cuestión de palabras bonitas, que son las que solemos decir los curas en las homilías. De alguna manera nos tenemos que poner en disposición de adquirir confianza y tener valor.
Dice el Evangelio que Jesús subió al monte a solas para orar. ¿Para qué? Seguramente para estar con Dios, para sentirle cercano y Padre, para aclararse más y más en lo que ha de hacer y en cómo hacerlo. Una fuente importante de confianza que vence al miedo está en la oración. Alguna forma de oración le es imprescindible a la vida cristiana.
Dios no estaba en el fuego ni en el huracán. Y si Dios no estaba allí, tampoco nosotros debemos estar ahí. Sólo la brisa construye. Ser como Dios es ser brisa suave para los demás, palabra amable, gesto cariñoso, compañía confiada.
En esta eucaristía, en la que Jesús se hace presente a través de la Palabra y del Pan, Jesús mismo susurra una vez más a cada uno de nosotros y a toda nuestra comunidad: ¡Animo, no temáis, soy yo!

Música Sí/No