Domingo 7º del Tiempo Ordinario


Si hay algo que es común a todo ser vivo, porque está muy dentro de su naturaleza, es el principio de “acción – reacción”. Isaac Newton lo definió para el campo físico del universo: las acciones mutuas de dos cuerpos siempre son iguales y dirigidas en sentido opuesto.
Entendido en seres inteligentes, significa que a un gesto favorable corresponde una respuesta semejante; a una agresión, otra agresión; a un mal sentimiento expresado, odio o rencor como réplica.
Aplicado a la biología y psicología humanas generalmente supone un desnivel o desproporción entre la acción recibida y la reacción consiguiente. De tal manera que a un pequeño signo de cordialidad solemos corresponder con un gesto amistoso de mayor fuerza y contenido; y también que a una agresión respondemos con otra mayor o más cualificada.
Por eso en los ordenamientos jurídicos de todos los pueblos desde el principio de la historia humana se trata de contener la ira o la venganza, para que entre el daño recibido y la exigencia de reparación se llegue a un punto de equilibrio, llamémoslo justicia, y no degenere en un proceso sin final, que sería injusto.
La ley del talión, “ojo por ojo y diente por diente”, pretende esto mismo: no devolver un mal más grande, no exigir un castigo desproporcionado en aras de una venganza que nunca se siente satisfecha.
Esto que consideramos natural y propio de seres vivos que luchan por la supervivencia, a los ojos del Dios que predica Jesús no parece serlo. No ha puesto él en lo creado ese sentido de justicia, no pide que el orden roto se restablezca con venganza. Por eso escuchamos hoy, en el evangelio pero también en el Levítico, que no es el odio sino el amor, no el rencor sino el perdón, lo que arregla nuestros desarreglos.
Nuestros sistemas de justicia llegan hasta donde llegan. A un simple ten con ten. Son tan limitados que necesitan una corrección. Y Jesús nos ofrece esa mejora de parte del Dios que es Padre:
- Amor a los enemigos. Esto es lo que predica Jesús. Un imposible para cualquiera.
- Perdón incondicional y absoluto. Otro imposible, que Jesús vive y en lo cual es modelo de vida para sus seguidores.
- No abrigar malos deseos hacia nadie. Más difícil todavía, porque corresponde a lo más interior al ser humano, los pensamientos que no se ven pero ahí están.
Su propuesta de trocar por buenos sentimientos y acciones reparadoras nuestro natural vengativo y justiciero, en mi opinión no tiene nada de natural. Como tampoco lo es que Dios quiera a todos por igual, buenos y malos, y haga salir el sol y caer la lluvia sin hacer diferencia.
Hay un plus en todo esto: Dios es santo. Llegar a la santidad es nuestra vocación. Jesús vino a enseñarnos el camino. Y él lo recorrió el primero.
Ser discípulos de Jesús es llevar nuestra naturaleza a su grado más excelso. Eso sólo puede conseguirlo el Espíritu que nos ha sido dado. Que le dejemos hacer en nosotros siendo dóciles a él.

Domingo 6º del Tiempo Ordinario


¿Puede alguien decir que nunca se ha enfadado con su hermano, que no ha mirado a una persona con mal deseo, o que siempre y a todos dice la verdad? ¿Estamos libres de insultar, utilizar a las personas o prometer en falso? Siguiendo y observando lo que está mandado por las leyes y sancionado por las normas, ¿conseguimos vivir con el corazón apaciguado, en fraterna correspondencia con los demás y en sintonía con Dios?
El Evangelio es Buena Noticia también porque ilumina los rincones oscuros de la propia vida, aquellos que mantenemos más disimulados y ocultos, y pone en evidencia una realidad que no siempre queremos reconocer: que somos pecadores. A partir de aquí, Jesús propone una construcción interior —desde el «corazón»— de cada persona, para superar el legalismo, el cumplimiento puramente exterior de la ley y los mandamientos. Para dejar absolutamente desactivado lo que llamamos apariencias y formalismo.
No nos basta no llevar armas en el bolsillo; tampoco debe estar nuestra boca fácil al insulto que brota desde un corazón altanero y despectivo.
No es suficiente no cometer adulterio; tan indigno es desear lo ajeno, mirar con sentimientos perversos a una persona, envidiar a quien deberíamos considerar y respetar.
Si no se nos permite usar el santo nombre de Dios en vano, jurando; tampoco ocultar o disimular la verdad, sugerir medias verdades, propagar bulos e infamias, crear división y enfrentamiento.
La propuesta de Jesús tiene una finalidad concreta: que entremos en el Reino de los Cielos. Es decir, aprender a vivir como hijos y dejar que en nosotros reinen los criterios propios de Dios. Decidirse por lo que nos hace ser más profundamente humanos, siempre según el modelo que es Jesús.
En realidad se trata de hilar muy fino en el quehacer de nuestra vida. Ser exquisitos en nuestro pensar y en nuestro obrar. Aspirar a la santidad como nuestro Dios es Santo.
Por supuesto poco conseguiremos si nos limitamos a un voluntarioso querer vivir así. Ni con proponernos hacer todo el esfuerzo de que seamos capaces. Hay que reconocer la propia fragilidad, y pedir y dejar que sea el mismo Espíritu de Jesús que nos guíe y nos impulse desde dentro. Hay que saber aceptar el Reino como el gran regalo que Dios quiere ofrecernos y que irá construyendo en nosotros, si le dejamos actuar.
En esto, como en otras tantas cosas, lo primero es vernos ante Dios tal y como somos según el modelo Jesús. Tras este primer paso, ineludible, vendrán  otros de la mano del Espíritu.

Domingo 5º del Tiempo Ordinario. Manos Unidas-Campaña contra el hambre


Al recién bautizado se le introduce en la boca un grano de sal y se le entrega el cirio encendido, porque a partir de ese momento ha de ser sal y luz.
Si estas metáforas ya no dicen todo lo que debieran, porque la sal ha sido sustituida por otros conservantes más completos, y para luz ya está la energía eléctrica, Jesús redondea sus palabras concluyendo «que los hombres vean vuestras obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo».
Entre nosotros no haría falta explicar qué es eso de «vuestras buenas obras». Por si acaso, Isaías ya nos lo aclara: Parte tu pan con el hambriento, hospeda a los pobres sin techo, viste al que va desnudo, y no te cierres a tu propia carne. Destierra de ti la opresión, y el gesto amenazador y la maledicencia.
A lo largo de cinco domingos, pasada la Navidad, la liturgia nos ha presentado a Jesús lleno del Espíritu, orientado hacia Dios y luz de todos los pueblos. También nosotros hemos recibido el Espíritu que nos llena de bienaventuranza y de luz.
De ahí surge la exigencia de vivir conforme al Espíritu recibido, de vivir en permanente conversión para comunicar a los demás la felicidad, y de esta forma ser luz en medio del mundo.
Como reflexiona San Pablo, esto tiene poco que ver con nuestra capacidad personal, puesto que no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo y éste crucificado. Los gestos ampulosos y las palabras eruditas sobran cuando se trata de vivir la propia fe en Jesús y el Reino y predicarla.
También Jesús aclara un poco los conceptos: la sal se ha de diluir en la comida, sin destacar, pero cambiando con su presencia el sabor de las cosas; la luz también se enciende para iluminar, no para convertirse en el centro de las miradas. Pero tanto la sal como la luz pueden inutilizarse y no cumplir su función. Sal insulsa y desabrida, luz ocultada o empobrecida, ni sala una, ni ilumina la otra.
Seremos luz y sal para nuestros hermanos si somos dóciles al Espíritu que nos habita y del que estamos investidos, y, convertidos desde el corazón, imitamos a Jesús, que pasó haciendo el bien.
Manos Unidas-Campaña contra el hambre llama a nuestra puerta. También otras gentes que no conocemos quieren ser sal y luz en medio de sus pueblos. Piden nuestra pequeña ayuda. Si colaboramos con ellos con nuestros donativos, en verdad demostraremos que nos guía el mismo Espíritu, el de Jesús.

La Presentación del Señor


En muchas culturas religiosas, también en la nuestra, solía ofrecerse a Dios lo mejor de las cosechas, lo mejor de la cabaña ganadera, y el mejor fruto del amor familiar, el primogénito. Algunos recordaréis que un mandamiento de la Iglesia era ofrecer los diezmos y primicias. Y no hace tanto en el momento del bautismo, se ofrecía al niño o a la niña a la Virgen o a algún santo patrono. No dejaba de ser el reconocimiento de que todo es de Dios, porque todo viene de él. Lo mejor de lo mejor era consagrado a Dios: puesto a su servicio.
La fiesta que hoy celebramos tiene, pues, ese sentido de ofrenda que hacen María y José de su hijo primogénito según las normas religiosas.
Pero la intervención de aquellos venerables personajes Simeón y Ana transforman la ofrenda de Jesús y la convierten en presentación que Dios hace de Jesús como el sumo sacerdote capaz de compadecerse de sus hermanos y de expiar los pecados del pueblo. La espada que atravesará el alma de la madre, María, orientan la atención hacia el momento final de la cruz y la muerte del hijo por la salvación de todos.
Simeón y Ana, dos ancianos, representan a quienes mantienen la esperanza contra viento y marea. Están en el templo, pero no son del templo. En ellos están incluidos los humildes y los pobres que nada tienen, que no cuentan para las estadísticas de los poderes, y esperan únicamente de Dios una palabra que dé sentido a su larga y nada vistosa existencia. Se cumple en sus personas lo que luego diría Jesús, ya adulto: Bienaventurados los pobres, bienaventurados los limpios de corazón, porque veréis a Dios. Los ricos y los de corazón hinchado lo tienen más difícil.
Por nuestro bautismo, lo hicieran explícito o no nuestros padres y padrinos, estamos asociados a Jesús en su ofrenda y presentación. Nuestra vida cristiana sólo tiene sentido haciendo realidad lo que San Pablo pide en la carta a los Romanos: «Os ruego, hermanos, por la misericordia de Dios, que presentéis vuestra existencia como sacrificio vivo, consagrado, agradable a Dios; éste es el culto que debéis ofrecer».
Nuestro mundo necesita ver la salvación de Dios y alguien tiene que mostrársela. Que esta eucaristía nos sirva a todos de recordatorio y de nueva propuesta de entregar nuestra existencia por amor a Dios y por amor a los hombres, haciendo consciente la plegaria que ocupa un lugar central en la Eucaristía: “Que Él nos transforme en ofrenda permanente”.

Música Sí/No