Domingo 3º del Tiempo Ordinario


«El Señor es mi luz y mi salvación; ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida; ¿quién me hará temblar?»
Así oraban los judíos piadosos en tiempos de Jesús, con el salmo 26. Así rezaban no hace mucho tiempo nuestros mayores. ¿Así lo hacemos ahora?
No eran muy diferentes de nosotros, a pesar de que hemos avanzado tanto en tantas cosas y en tan poco tiempo. También ellos vivían en precario, tal vez mucho más que en este tiempo en que la crisis nos está haciendo mudos, ciegos y sordos; incluso paralíticos.
Fue entonces cuando la aparición de Jesús y su mensaje se entendió como una buena noticia, el evangelio del Reino. Por eso saltaron todas las alarmas recordando las palabras de los profetas que habían avisado que una luz descendería sobre el pueblo, para que las tinieblas en que habitaba desaparecieran. Así entendieron la llegada de Jesús, como la luz que pone de manifiesto lo que estaba oculto.
Inmediatamente aquellas gentes se pararon a escucharlo, lo buscaban para verlo, salían de sus casas para seguirlo. Habían descubierto una luz en medio de la oscuridad de sus vidas.
Tendríamos que preguntarnos ahora nosotros, qué luz nos alumbra, qué tinieblas nos dominan, qué buena nueva necesitamos, y si estaríamos dispuestos a salir y dejarlo todo para encontrar algo que nos merezca la pena.
Me temo que sigue habiendo charlatanes. Se acabaron aquellos vendedores de elixires y pócimas maravillosas que de feria en feria, engañaban a los incautos y los dejaban peor que estaban. Ya no llaman a nuestra puerta representantes de productos de belleza, o de pólizas de seguros, o de libros en lotes bien baratos. Ahora lo hacen por teléfono, o desde la tribuna de oradores, o desde los eslóganes de los partidos políticos, o desde los ambones de las iglesias que han sustituido a aquellos púlpitos desde donde se nos convencía a base de amenazas y por medio del temor.
¿Dónde está esa buena noticia que tanto necesitamos? Que alguien nos la muestre para ir también nosotros a encontrarla y adherirnos a ella.
Parece mentira, pero es verdad: la tenemos, está con nosotros, pero no somos capaces de reconocerla. La buena noticia es Jesús de Nazaret. El evangelio que es luz y salvación es el Dios que él nos muestra.
Un Dios desde el que podemos sentir y vivir la vida como un regalo que tiene su origen en el misterio último de la realidad que es Amor.
Un Dios que, a pesar de nuestras torpezas, nos da fuerza para defender nuestra libertad sin terminar esclavos de cualquier ídolo.
Un Dios que despierta nuestra responsabilidad para no desentendernos de los demás.
Un Dios que nos ayuda a entrever que el mal, la injusticia y la muerte no tienen la última palabra.
Todo el mundo tiene derecho a decidir cómo quiere vivir y cómo quiere morir. Ojala este derecho fuera reconocido y ejercido sin límites ni recortes. Aún estamos muy lejos de que esto sea realidad planetaria. Pero quienes tenemos la suerte de poder elegir, de ser libres para responsabilizarnos de nuestra propia vida, de considerarnos miembros del colectivo que se dice Iglesia o Pueblo de Dios, deberíamos dar un paso al frente, y presentar lo que es nuestro título de crédito, el Evangelio de Jesús, la Buena Nueva de nuestra Salvación, la perla encontrada y el tesoro rescatado, nuestra gloria y cómo no también nuestra responsabilidad. Como rubrica el apóstol Pablo a lo largo de sus escritos a las comunidades, “no nos envió Cristo a bautizar, sino a anunciar el Evangelio, y no con sabiduría de palabras, para no hacer ineficaz su cruz, sino llevándolo encarnado en las entrañas y siendo testimonio vivo a la vista de todos, ante quienes corremos hacia la meta para alcanzar el premio a que Dios nos llama desde lo alto en Cristo Jesús”.

Domingo 2º del Tiempo Ordinario


Hemos escuchado el evangelio de Juan, que en lugar de narrar el bautismo de Jesús como hacen los otros tres evangelistas, llamados sinópticos, pone en boca del Bautista el relato de cómo lo vivió él, que debemos comentar.
Al narrar cómo fue aquel momento, dice de Jesús: «Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo». Repetimos esta frase varias veces durante nuestras eucaristías, y puede que no caigamos en la cuenta de su significado.
La palabra cordero remite inmediatamente al rito que celebra la liberación de Egipto; el cordero degollado con cuya sangre marcaron el dintel de las puertas israelitas para alertar al ángel en la noche, y cuya carne había de ser consumida por todas las familias en actitud de estar prestos a salir de camino. Jesús es el cordero que será inmolado en la cruz, pero antes ha de ser consumido en la cena.
También alude al animal que recibía sobre sí el pecado de pueblo y luego era abandonado en el desierto. Jesús es el siervo de Dios que asumirá los pecados de todos y los justificará.
Decir que Jesús es cordero es decir que él es nuestra salvación. En palabras de San Pablo, «nuestra pascua, Cristo, ha sido inmolada» en favor nuestro.
Y al continuar con su relato, Juan Bautista distingue su bautismo de agua del bautismo que realizará Jesús. Dice haber visto al Espíritu en forma de paloma. Es el Espíritu de la fuerza de Dios que aleteaba sobre las aguas primordiales antes de la creación (de allí la imagen de la paloma), el mismo también que da al siervo de Yahvé y lo hace «luz de las naciones» para que su salvación «alcance hasta el confín de la tierra». Ese Jesús es de la categoría de los profetas, invadido por el Espíritu del Señor.
Pero el conocimiento del Bautista es todavía insuficiente, –«yo no lo conocía», repite dos veces– hasta que el Señor le haga percibir, por una inspiración, que este Jesús, este servidor que recibe al Espíritu, es el que «bautiza con Espíritu santo». Es decir, el que dará la vida plena a toda la humanidad, una vez investido de poder por su resurrección.
Reconocer quién es Jesús no es tan fácil, ni tan inmediato, es algo más bien progresivo. El precursor que ha «visto» puede, de manera más consciente, dar un testimonio nuevo: se trata del Hijo de Dios, reconocido anticipadamente. Todo el evangelio de Juan detallará su misión y su obra. Nos indica así el camino a seguir; de algún modo todos somos precursores de Jesús; lo presentamos a otras personas como Juan a sus discípulos y como Pablo a los corintios. Pero antes necesitamos verlo, descubrir su rosto, conocerlo. Conocer a Jesús para predicarlo, ahí empieza nuestra bautismo.

El Bautismo del Señor


Hoy toca hablar de nuestro bautismo porque el Evangelio de hoy nos narra el Bautismo de Jesús. No obstante, hay que advertir que entre el Bautismo de Jesús recibido en el río Jordán por medio de Juan el Bautista y nuestro Bautismo se dan diferencias notables.
Por el Bautismo nos hacemos cristianos, seguidores de Cristo. A las personas bautizadas, el Bautismo, como todo sacramento, convoca, evoca y provoca. Pero se podría decir tristemente que evoca y provoca más que lo que convoca.
Hace mucho tiempo, allá, por el siglo II, en un documento conocido como Carta a Diogneto se dice: «Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres. Ellos, en efecto, no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de vida distinto. (…) Viven en ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte, siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble. Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho. Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el Cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir superan estas leyes. Para decirlo en pocas palabras: los cristianos son en el mundo lo que el alma es en el cuerpo».
Así se explica que los cristianos en los primeros siglos, teniendo todo en su contra, se ganaran el respeto de casi toda la población.
Hoy día, unos padres, al bautizar a su hijo, podrían decirle:
«Te bautizamos para que puedas sentirte no solo hijo nuestro, sino también hijo de Dios. Para que tengas junto a nuestra familia pequeña una gran familia, la Iglesia.
Sí, te bautizamos para que el Espíritu de Jesús pueda ser tu guía y tu fuerza en los días de duda y de incertidumbre.
Te bautizamos para que seas una luz de esperanza en la noche angustiosa del mundo. Para que seas una gota de agua en el camino de la vida.
Te bautizamos para que puedas compartir con los demás la alegría y el amor que todos necesitamos.
Te bautizamos para que vivas la espléndida aventura de sentirte hijo de un Padre que te ama desde siempre y por siempre».
Porque el ser cristiano, el ser bautizado debe influir y debe notarse en la vida de cada día. En los momentos de crisis, como el actual, y en momentos de bonanza. En los acontecimientos extraordinarios y en los días rutinarios. Claro que esto supone que nos preguntemos y respondamos a estas dos cosas: quiénes somos y cómo entender y asumir que «los cristianos viven en el mundo, pero no son del mundo».

La Epifanía


Para una persona, tan importante como existir es conocer la misión que tiene en la vida. La Epifanía nos dice que Jesús ha venido para ser la luz que nos permite entender y vivir la propuesta que Dios hace a toda la humanidad: que todos compartamos con Jesús el don de tener a Dios como Padre, y de ser miembros de la misma familia (segunda lectura).
Evidentemente, descubrir y vivir la propia vocación supone un camino de búsqueda; a veces largo, como el de los magos. Estar atentos a la palabra de Dios, a la luz que vamos descubriendo, a la ayuda que nos ofrece nuestra comunidad. No desanimarse cuando de repente quedamos a oscuras y no vemos ninguna estrella que nos guíe.
En el evangelio de hoy no sólo debemos fijarnos en que los magos encontraron al Niño con María, su Madre, y le ofrecieron su homenaje. Eso es lo primero que vemos, pero con ser importante, hemos de caer en la cuenta de esto otro, que después emprendieron otro camino, un camino diferente en la vida, porque estaban llenos de la Luz que habían descubierto en Jesús.
¿Tenemos la fe necesaria para emprender, siempre que sea preciso, los nuevos caminos que Jesús nos indica?
¿Es nuestra comunidad guía y compañía que ayude a encontrar a Jesús y a vivir la profunda alegría de conocerlo?
¿Asumimos personalmente que la comunidad se hace y fortalece con la presencia de todos, y que se debilita y cede en su misión si vamos claudicando o cediendo?
Que la luz que viene sobre nosotros, arramplando con toda tiniebla, brille y resplandezca, y disfrutemos que Dios amanece en nuestras vidas.

Domingo 2º de Navidad


«Vino a los suyos y los suyos no le recibieron…»
¡Qué dramático resulta este cerrar la puerta a Dios! ¿Cómo pudo ser posible? ¿Y cómo es posible? Porque las cosas que sucedieron siguen sucediendo, para bien o para mal.
¿Cómo es posible que un pueblo, que desde siglos atrás esperaba al Mesías, cuando viene, le cierre las puertas? ¿Es pura maldad? Debe ser otra la razón. Jesús hablaba de ceguera.
Está claro. Si Dios hubiera venido como Dios, ¿quién no le hubiera recibido? Si el Mesías se hubiera presentado en plan Mesías, como Dios manda, ¿quién le hubiera despreciado? El problema es que no se le conoció.
Sabemos la vida de Jesús. Sabemos que no se pareció en nada al Mesías esperado. Sabemos que resultaba desconcertante: que el mismo Juan Bautista llegó a dudar de él.
Problema pues de ceguera. Pero problema también de corazón.
¿No es verdad que sólo se ve bien con el corazón? Luego, a aquella gente le faltaba algo más que los ojos y la mente; le fallaba eso más íntimo que llamamos corazón.
Pero, ahora viene, la segunda parte. ¿Y nosotros reconocemos a Dios y le recibimos? ¡¿Cuántas veces llama a nuestra puerta y no le abrimos?! ¡¿Cuántas veces vemos a Jesús en el camino y damos un rodeo?!
Tampoco se va a presentar hoy Jesús como nosotros lo imaginamos.
Hoy Jesús llama a nuestra puerta como si fuera un pobre, y nos espera en la calle o a la salida de la Iglesia, y se hace presente en la familia pidiéndote un servicio o un poco de paciencia, y te ruega que le dediques un rato y que le escuches en alguien que te plantea un problema; y así siempre, de manera anónima y callada, pero él sigue pidiendo tu acogida.
Pero nos pasa como a los de Belén y Nazaret, como al sacerdote y al levita de la parábola del Buen Samaritano: no le conocemos, no hay sitio en nuestra casa, decimos que no tenemos tiempo y que hoy no te puedes fiar de nadie; pero la verdad es que somos ciegos y que tenemos dureza de corazón; la verdad es que no somos sensibles ni tenemos entrañas de misericordia.
No tenemos ni ojos, ni corazón para ver al prójimo.
No tenemos ni ojos ni corazón para ver a Dios en el prójimo. O sea, que seguimos rechazando la Palabra de Dios, para que se vaya con la música a otra parte. No tenemos oídos para la Palabra, ni para los gemidos y las exigencias de la Palabra. Tenemos otras canciones y otras cosas más bonitas que escuchar.
Rechazamos a Jesús; que se vaya a nacer a otro sitio, porque nuestra casa es pequeña y está muy ocupada; y por otra parte, tenemos cosas más importantes que hacer.

Música Sí/No