Domingo 3º de Cuaresma


Un pozo de los deseos es un término del folclore europeo para describir los pozos en que se piensa que cualquier deseo expresado sería concedido. Sólo es necesario formular un deseo y arrojar una moneda. Si esta aterriza cara arriba el deseo será concedido. Si lo hace cruz arriba el deseo no se concederá.

Pero un pozo es mucho más. También es el lugar donde parar para descansar, refrescarse, calmar la sed y entrar en tertulia con otras personas.

Por pozos de agua o de petróleo han estallado guerras, incluso entre familiares que se disputaban una herencia. De tener o no un pozo en la hacienda estaba el ser o no ser, el presente y el futuro propios y de toda la parentela.

El encuentro de hoy con Jesús es junto al pozo. Nosotros creemos que en ese pozo podremos colmar nuestros deseos; llámense necesidades, gustos, caprichos, ambiciones; o tirar nuestros agobios, insatisfacciones, derrotas, cansancio. Y para ello estamos dispuestos a pagar el precio, tirar la moneda y esperar deseando.

Pero mirando a Jesús vamos a encontrarnos con el pozo de la verdad. La verdad de lo que somos. Como a la samaritana, nuestra realidad nos golpeará la cara, nos veremos desnudos y descubriremos que tras la cáscara tan ampulosa sólo encerramos un gran vacío lleno de aspiraciones a ras de suelo. Reconoceremos que tanto ir a ese pozo no ha calmado nuestra sed, que seguimos teniendo aspiraciones hondas que dormitan o están bajo siete cerrojos.

Si como la samaritana nos dejamos las prisas aparcadas, y entramos en diálogo con Jesús, junto al brocal del pozo iremos consiguiendo
- poner nombre a esos deseos “okupas” que pueden estar invadiendo nuestro espacio interior, sin dejar sitio para la compasión, la solidaridad, la preocupación por los otros;
- vencer las resistencias a entrar en niveles más profundos, y que ahonde en nosotros esa sed que intentamos engañar en vano;
- sumergirnos en la sed que de verdad nos apremia, que es ya empezar a desear; y de nuestra necesidad y del conocimiento de cuál es el agua viva, orar gritando como la mujer: «Señor, dame de beber de esa agua».

A partir de ese momento ya todo será diferente. Ante el Dios que nos sondea y nos conoce, no tenemos alternativa. Sólo Él tiene palabras que sacian, sólo de Él nos viene la salvación. Ante Él no cabe en nosotros el engaño. Somos lo que el domingo pasado recordamos en la transfiguración, desde nuestro propio bautismo.

No podemos ni debemos vivir alicortos, porque lo nuestro es vivir en las alturas, «sed santos, como lo es vuestro Padre» nos dice el mismo Jesús, por quien «hemos obtenido con la fe el acceso a esta gracia en que estamos; y nos gloriamos apoyados en la esperanza de la gloria de los Hijos de Dios. La esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado».

Domingo 2º de Cuaresma


De la mano de Jesús subimos a una montaña. Lo mismo que el desierto del domingo pasado, el monte de hoy no tiene por qué ser necesariamente muy alto ni estar en un lugar concreto. Pero no debiera faltarnos a nadie estar en él de vez en cuando.

Dicen los evangelios que Jesús con cierta frecuencia, a diario, se retiraba a orar, lejos del ajetreo de las multitudes y de las dificultades con sus adversarios. Ese apartarse no era huída, sino ampliación de la mirada, acercamiento mayor a los detalles, comprensión mejor y en profundidad de lo que el Padre le pedía y de lo que él debía llevar a cabo. En el cara a cara con Dios, Jesús se transfiguraba, su ser de hijo se expresaba y realzaba ante el tú divino de su Padre. Sin esos momentos no creo que Jesús hubiera podido hacer y decir nada que valiera la pena, que tuviera valor salvífico para nosotros, que diera gloria al Padre del cielo.

Habituados a estar en el llano, los negocios y el ocio nos tienen entretenidos. Encerrados en las cosas cotidianas, sólo conocemos lo de fuera por pequeñas ventanas que dejamos entreabiertas y que apenas dejan pasar pequeños retazos de la realidad exterior, pero que es también nuestra y ante la que somos responsables. Dios, la realidad siempre mayor, casi ni la percibimos. Incluso nuestra propia vida queda parcelada por las prisas del momento y la urgencia del pasar de una cosa a otra cosa.

Subir a una montaña requiere aparcar ocupaciones, tomarse un tiempo, observar para reflexionar, pensar para orar. Porque a quien siempre encontraremos en lo alto de la montaña es a Dios. El Dios que está abajo, está también arriba. El rostro de Dios que se nos muestra en la cima, en todo su esplendor, está también ofreciéndosenos en la opacidad de lo pequeño y lo inmediato. Y tenemos que descubrir que es el mismo Dios, dentro y fuera, lejos y cerca, antes y después; necesitamos encontrarnos con él, oír su voz, percibir su presencia y experimentar cómo nos transfigura.

Creer en la vida, creer en la humanidad de todos, creer en Dios, no es tarea de un momento, aunque pueda darse en ocasiones un fogonazo de iluminación. Es tarea de toda una vida. Esa transfiguración lleva su tiempo, requiere vivir en esperanza, exige educarnos en el amor.

Y ante esa tan gran empresa, como Pedro, tal vez queramos o no subir, o no bajar.

Jesús, con quien estamos encontrándonos, tira de nosotros, y nos apremia a mirar hacia delante, y nos anima cariñosamente, «levantaos, no tengáis miedo». Porque él va con nosotros, por nosotros queremos caminar a su lado. Porque juntos haremos el camino, que pasará ciertamente por la cruz, pero que lleva directamente hacia la Pascua. Allí nuestra transfiguración será total y definitiva.

Esa es la invitación que nos hace esta Cuaresma: retirarnos un poco de las cosas y preocupaciones diarias para disfrutar de la cercanía de Dios. Puede conseguirse: en el pueblo, en el campo, en la Iglesia, en la confesión, en la comunión, en las buenas obras, en la oración reposada…

Su propósito es acrecentar nuestra fe en Jesús a través de la contemplación de su victoria sobre la muerte; de este modo podremos asumir todas las exigencias que lleva consigo ser discípulos y seguidores de Jesús.

Este relato invita a superar la tentación de un cristianismo de facilidades y ostentación, nos anima a emprender con Jesús el camino de la obediencia a la voluntad del Padre.

Domingo 1º de Cuaresma


He concebido la cuaresma en nuestra liturgia parroquial como una sucesión de encuentros con Jesús. De la contemplación orante de Él iremos destacando, al hilo del evangelio, momentos paradigmáticos en la vida de cualquier persona creyente y discípula.
 
El primer momento que consideraremos será el desierto. Allí nos encontramos con Jesús.
 
No tiene por qué ser necesariamente un lugar geográfico ni durante un largo tiempo a sólo pan y agua. Se trata de un estar con uno mismo, reflexionando sobre cuanto el mundo y los demás, también Dios, nos exponen, nos piden, y nos ofrecen.
 
Durante su vida terrena, Jesús llegó a vibrar al unísono con el Padre. Pero eso no quita que estuviera también expuesto a ser seducido por alternativas, todas ellas muy humanas, que le indicaban otras metas y plan de vida o bien le condicionaban seriamente en lo que ya estaba firmemente decidido.
 
Por eso, y resumiendo, Jesús se tiene que reafirmar en su respuesta a la llamada de Dios, que engloba toda su existencia. Y lo hace con una decisión ejemplar, aunque tal vez engañosa por lo fácil que resulta, tan aparentemente libre de toda resistencia:
 
No ha venido a preocuparse de su propio pan, y sabe lo que es pasar hambre; sino de que comamos todos, porque está mucho más preocupado por la necesidad ajena.
 
Tampoco ha venido para que le lleven en volandas los ángeles, acaparando fama y "haciéndose un nombre”, aunque con ello haría mucho más productiva su tarea y le resultara más fácil llevar a cabo su misión. Él ha de dar a conocer el nombre del Padre y a llevarnos a nosotros sobre sus hombros, como lleva un pastor a la oveja que ha perdido. Y no puede desvirtuarse a sí mismo ni a nosotros, con facilidades de pago ni con atajos dulcificadores.
 
No ha venido Jesús a poseer, dominar y ser el centro, que lo ocupa sólo Dios y su Reino. Él está para lo que haga falta: servir y dar la vida en favor de muchos, negándose si hiciera falta, a sí mismo. Y lo hizo: siendo Dios, se hizo carne; siendo rico, pobre; siendo todo, por el Padre y por nosotros se hizo nada.
 
Todo esto bien se puede resumir, referido a nosotros, con esa frase de San Pablo que entresaco de la segunda lectura: «Vivirán y reinarán gracias a uno solo, Jesucristo», quienes hemos sido agraciados por Dios con el don de sí mismo. Sólo Dios basta, para hacerlo todo nuevo. Teniendo con nosotros a Dios, lo demás no es que no valga nada, es que lo tendremos por supuesto.
 
Dejémonos atraer por esa manera de ser suya, en la que aprendemos a ser hombres y mujeres “cabales”; hablemos con Jesús de nuestras propias tentaciones, pidámosle que nos ayude a hacer opciones y a establecer prioridades parecidas a las suyas.

Domingo 9º del Tiempo Ordinario


¡Qué importante es construir la propia casa sobre buenos cimientos! No están demasiado lejos de nuestra retina imágenes de inundaciones y movimientos de tierra que arramplaron construcciones sencillas o dejaron inservibles robustas edificaciones mal situadas en cauces secos que se anegaron con las lluvias.

Tras unos domingos escuchando a Jesús desgranar el sermón de la montaña, abc evangélico de la vida cristiana, hoy nos dice, como resumiendo, estad atentos y mirad qué hacéis con todo esto, no sea que perdáis el tiempo y lo que hayáis construido con esfuerzo no sirva para nada.

Y lo dice mirando a muchos que habían escuchado las palabras de Yahvé por boca de Moisés, y ellos muy aplicados corrieron a escribirse en la frente y en el borde de sus vestidos pasajes completos de la Sagrada Escritura, pero descuidaron grabarlas en su corazón y hacerlas vida. Para estos sólo eran simples palabras.

También mira a quienes, un poco más tarde y dentro ya de la comunidad cristiana, aún seguían dando peso e importancia a las leyes para justificarse. Como si el mero cumplimiento sirviera para algo, tienen también que escuchar a Pablo que les dice que una sola cosa importa: «la fe en Jesucristo, por quien viene la justicia de Dios a todos los que creen, sin distinción alguna.»

Con dos sencillas parábolas, Jesús señala cómo acertará el cristiano que quiere seguirle: cumpliendo la voluntad del Padre del cielo.

De poco servirá saberse el credo de memoria, si la fe que en él se expresa no se traduce en proyecto de vida.

Nada útil resultará de cumplir normas y preceptos, si con ello no superamos lo meramente externo.

Incluso la asistencia a charlas piadosas, la lectura de libros religiosos y de espiritualidad, la participación en liturgias de todo tipo, aunque sea de buen grado y voluntariamente, se quedará en pérdida de tiempo si se traduce en una mera aceptación intelectual del mensaje evangélico y no pasa a ser adhesión vital y práctica del mismo Jesucristo.

De la consistencia de nuestras convicciones y compromiso con la Palabra de Jesús y de nuestra adhesión al Padre hablará el devenir diario que lo pone todo a prueba. El que construye sin cimientos es el que tiene una adhesión superficial, de palabra fácil pero que no soporta los ataques más suaves y los cuestionamientos más elementales.

Esto se expresa en la vivencia del mensaje de Jesús. El que vive según su enseñanza es el que mejor soporta los vendavales y las tempestades: ha cimentado su fe y su seguimiento sobre roca. El que no vive según los valores y la enseñanza de Jesús, ése no ha cimentado bien su casa; su seguimiento de Jesús se va a pique a la mínima.

Saber sólo no es suficiente; hay que pasar a aceptar y asumir.

Cumplir y obedecer de poco vale, si no hay acogida y compromiso.

Tener a Dios en la boca es mera palabrería, incluso fariseísmo puro y duro, cuando nuestro corazón se guía por otros intereses y adoramos a los becerros de oro de lo que es políticamente correcto o es lo que se lleva, o lo que alimenta nuestro propio yo.

¡Qué importante es, pues, que construyamos nuestra vida cristiana sobre cimiento consistente! Y no hay otro que Jesús, el Señor.

Música Sí/No