Domingo 31º del Tiempo Ordinario


     En casi perfecta sintonía con las dos lecturas anteriores, el evangelio que acabamos de escuchar nos acerca, en este final de año litúrgico, a preguntas bien importantes que todos nos hacemos cuando echamos un vistazo general a nuestra vida, y casi pensamos que ¿qué hemos hecho de importante?, ¿estamos donde queríamos estar?, ¿alguien nos va a recordar con cariño cuando ya no estemos?, ¿somos lo que siempre habíamos querido llegar a ser y estamos satisfechos; o ni siquiera sabemos lo que somos y hemos perdido nuestro tiempo y nuestra vida?
      Tenemos este pequeño relato de Zaqueo, múltiplemente utilizado en catequesis y homilías. Y una vez más vamos a reflexionar en torno a él, para recordar lo ya dicho, y también, si es posible, para sacar algo nuevo.
      Utilizo este precioso comentario de José Antonio Pagola, porque no me considero capaz de mejorarlo.

Lucas narra el episodio de Zaqueo para que sus lectores descubran mejor lo que pueden esperar de Jesús: el Señor al que invocan y siguen en las comunidades cristianas «ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido». No lo han de olvidar. Al mismo tiempo, su relato de la actuación de Zaqueo ayuda a responder a la pregunta que no pocos llevan en su interior: ¿Todavía puedo cambiar? ¿No es ya demasiado tarde para rehacer una vida que, en buena parte, la he echado a perder? ¿Qué pasos puedo dar?

Zaqueo viene descrito con dos rasgos que definen con precisión su vida. Es «jefe de publicanos» y es «rico». En Jericó todos saben que es un pecador. Un hombre que no sirve a Dios sino al dinero. Su vida, como tantas otras, es poco humana.

Sin embargo, Zaqueo «busca ver a Jesús». No es mera curiosidad. Quiere saber quién es, qué se encierra en este Profeta que tanto atrae a la gente. No es tarea fácil para un hombre instalado en su mundo. Pero éste deseo de Jesús va a cambiar su vida.

El hombre tendrá que superar diferentes obstáculos. Es «bajo de estatura», sobre todo porque su vida no está motivada por ideales muy nobles. La gente es otro impedimento: tendrá que superar prejuicios sociales que le hacen difícil el encuentro personal y responsable con Jesús.

Pero Zaqueo prosigue su búsqueda con sencillez y sinceridad. Corre para adelantarse a la muchedumbre, y se sube a un árbol como un niño. No piensa en su dignidad de hombre importante. Sólo quiere encontrar el momento y el lugar adecuado para entrar en contacto con Jesús. Lo quiere ver.

Es entonces cuando descubre que también Jesús le está buscando a él pues llega hasta aquel lugar, lo busca con la mirada y le dice: "El encuentro será hoy mismo en tu casa de pecador". Zaqueo se baja y lo recibe en su casa lleno de alegría. Hay momentos decisivos en los que Jesús pasa por nuestra vida porque quiere salvar lo que nosotros estamos echando a perder. No los hemos de dejar escapar.

Lucas no describe el encuentro. Sólo habla de la transformación de Zaqueo. Cambia su manera de mirar la vida: ya no piensa sólo en su dinero sino en el sufrimiento de los demás. Cambia su estilo de vida: hará justicia a los que ha explotado y compartirá sus bienes con los pobres.

Tarde o temprano, todos corremos el riesgo de "instalarnos" en la vida renunciando a cualquier aspiración de vivir con más calidad humana. Los creyentes hemos de saber que un encuentro más auténtico con Jesús puede hacer nuestra vida más humana y, sobre todo, más solidaria.

Domingo 29º del Tiempo Ordinario


“Para una gran mayoría de la humanidad la vida es una interminable noche de espera. Las religiones predican salvación. El cristianismo proclama la victoria del Amor de Dios encarnado en Jesús crucificado. Mientras tanto, millones de seres humanos sólo experimentan la dureza de sus hermanos y el silencio de Dios. Y, muchas veces, somos los mismos creyentes quienes ocultamos su rostro de Padre velándolo con nuestro egoísmo religioso.

Es cierto que Dios tiene la última palabra y hará justicia a quienes le gritan día y noche. Ésta es la esperanza que ha encendido en nosotros Cristo, resucitado por el Padre de una muerte injusta. Pero, mientras llega esa hora, el clamor de quienes viven gritando sin que nadie escuche su grito, no cesa”. (J.A.Pagola)

Según la Sagrada Escritura, así era la oración de Moisés allá en lo alto del monte, mientras su pueblo luchaba en el campo de batalla por su supervivencia. Sus brazos levantados hasta la extenuación. Y fue la oración confiada y compartida la que fue escuchada.

Esta es la oración que Jesús aconseja, la que clama justicia, sin desanimarse, contra toda esperanza.
Pero hace falta fe, y Jesús nos mira y nos pregunta, si nosotros la tenemos.

Pues nosotros sí rezamos, podemos contestar. Y enumeramos la de cosas que pedimos, y los momentos en que lo hacemos. Y algún pequeño puede decir que se sabe lo de las cuatro esquinitas de su cama. Y algún papá, que cuando se sientan todos a la mesa rezan dando gracias antes del primer bocado. Y también habrá mamás que digan que con sus hijos el padrenuestro es cosa sabida y muy usada.

Y para entender lo que Jesús nos pregunta es necesario antes tratar de ver si le hemos acogido, si es la Palabra entera de Dios la que aceptamos. Si al rezar levantamos los brazos, como Moisés, porque nos sentimos solidarios con nuestro pueblo sufriente, y los mantenemos alzados contra viento y marea, y requerimos de otros que nos ayuden a mantenerlos en alto, haciendo que nuestra oración sea común, solidaria, confiada, clamorosa, protestona, subversiva.

Así entiendo yo la recomendación que Pablo dirige a su discípulo y compañero Timoteo: eso es proclamar la Palabra de Dios, recibida desde el principio, a tiempo y a destiempo, con toda energía, enseñando, exhortando, corrigiendo, reprendiendo.

Es la justicia la que ha de mover nuestra plegaria, no nuestro egoísmo; ha de ser el sufrimiento ajeno, más que el propio, el que nos lleve a orar; y ha de ser nuestra mejor oración creyente no descansar en la búsqueda de un mundo mejor, de una justicia mayor, de un reino de Dios para todos.

En unas palabras de la santa castellana que hemos celebrado hace unos días, Teresa de Jesús: rezando y con el mazo dando, confiar en Dios pero aplicar en ello todas nuestras fuerzas.

Domingo 27º del Tiempo Ordinario


Un domingo más tengo el gusto, pero también la responsabilidad, que a veces me abruma, de dirigiros la palabra para comentar la liturgia.

Y un domingo más, pero especialmente hoy, me gustaría que no fuera sólo mi voz la que se oyera, sino que otros y otras se expresaran sobre el tema que sirve de eje a las tres lecturas: la fe.

Desde aquello de “fe es creer lo que no vimos” del catecismo de nuestra infancia ha llovido mucho. Hoy pedimos y exigimos más. Hemos madurado y crecido en edad, dignidad y gobierno, como también se decía antes. Y nuestra fe, la que nos comunicaron en el Bautismo, la que enriquecimos con la catequesis y la práctica sacramental, la que se ha robustecido con la experiencia de la vida y la ayuda del Espíritu de Dios, esa fe pide también ser expresada, compartida y cotejada con los diversos sentires y entendimientos.

Sería en extremo provechoso que habláramos de las dificultades con que nos encontramos, las ayudas de las que echamos mano, las alegrías que nos aporta, las dudas que nos asaltan, en fin, incluso la impotencia y/o el desánimo que tantas veces nos incitan a dejarlo todo y quedarnos en casa.
Pero no sé de qué manera puedo convenceros de que sería bueno y provechoso para todos que la homilía fuera participada por alguno más.


Los discípulos le piden a Jesús que aumente su fe. Y Jesús les responde que no es cuestión de cantidad sino de calidad.

Si tuvieran más fe tal vez podrían mover árboles y montañas de su sitio.

Si tuvieran la fe que él pide de ellos simplemente cumplirían la voluntad de Dios.

Puesto que Dios es amor, tener fe es vivir ese amor que Dios nos tiene amando a todos hasta que lleguemos a ser fraternidad.

Música Sí/No