Domingo 26º del Tiempo Ordinario


Hoy escuchamos otra parábola de Jesús. Y como que es una parábola hemos de encontrar el verdadero sentido de las palabras de Jesús, para entender. Se han dado muchísimas explicaciones sobre el pobre Lázaro; buscarle a esta parábola una nueva que nos mueva no parece posible. Así, pues, tendremos que repetir alguna ya muy vieja.

Casi todos los estudiosos dicen que aquí no se habla de condenar a nadie, que aunque aparezca la palabra infierno, esto no es una mapa del final de los tiempos.

Está hablando de estos tiempos, de nuestro aquí y nuestro ahora.

Hay personas que son, y personas que no son. Que las que son, están llenas, tienen sentido. Y las que no son, sus vidas no tienen sentido porque están vacías.

Una persona que es: Lázaro. Es pobre, pero tiene nombre. Nadie le ayuda, pero unos perros le lamen las heridas. Con la muerte todo cambia para él, nada peor podría ocurrirle. Sale ganando.

Una persona que no es: el rico que banquetea, que nadie sabe cómo se llama, que no tiene oficio, sólo banquetea. No tiene identidad. La muerte le pone ante la realidad, no ha hecho nada, no tiene nada, no es nada.

En el diálogo final el rico pide clemencia para sus familiares y un milagro. Y la respuesta es que no hay milagros para la falta de sensibilidad. Ni siquiera resucitando muertos se consigue que el corazón anestesiado espabile.

La enseñanza de esta parábola no es nada complicada. Jesús se hizo cercano a la gente que sufría, que tenía carencias, que vivía en soledad. No importa si hizo o no hizo milagros, sino que la gente con quien Jesús se encontraba veía que su sufrimiento era compartido, que sus carencias era acompañadas, y que su soledad era comprendida y era por eso menos soledad.

Seguir a Jesús como discípulo es un proceso que se va aprendiendo. Nos vamos haciendo cada vez más sensibles y miramos, nos empuja a acercarnos, e incluso nos invita a quedarnos. Si nos negamos a este aprendizaje entonces ¿qué milagro queremos pedir? ¿Qué milagro puede inventarse Dios? ¿Qué milagro necesitará nuestra condición para salir de la indiferencia?

Domingo 25º del Tiempo Ordinario



En aquellos tiempos de Jesús y en otros mucho más cercanos a nosotros, la gente no usaba dinero, tenía cosas que cambiaba a otras personas por cosas. Así el zapatero ponía medias suelas al albañil que le quitaba las goteras del tejado; el labriego daba garbanzos o tomates al ganadero que le daba una gallina o unas docenas de huevos o unos litros de leche. El sastre hacía o reparaba trajes  a cambio de casa, comida y lumbre. Se hacía un trueque, cosas por cosas. Dinero propiamente tenía quien lo tenía, los ricos, o quien se venía necesitado a moverse de un lugar a otro, ofreciendo su trabajo o sus negocios.
 
Jesús no tuvo dinero porque no lo necesitaba para vivir. Su trabajo era remunerado en especie.
 
Quien amasaba más de lo que pudiera necesitar, quien atesoraba lo que no había ganado sino esquilmado a otros, ese sí tenía dinero. Por eso en la Biblia casi siempre el dinero es descrito de mala manera, porque lo usan personas que no lo han ganado con justicia.
 
Jesús no tiene inconveniente en añadir la palabra injusto a la palabra dinero, como si fuesen la misma cosa: dinero injusto. Supongo que en aquellos tiempos habría dinero justo, pero Jesús no lo aprecia, quizás porque era tan poco que no tenía mayor importancia.
 
Pero si había, y Jesús lo sabía, y nosotros ahora también porque se está investigando y sale a la luz, grandes mansiones, inmensas fortunas, fastuosos tesoros que tenían los ricos de entonces, que no servían más que para honrar a su dueños, que en nada beneficiaban al pueblo, que los pobres nunca disfrutaban.
 
Jesús a esos les dice lo que han de hacer con su dinero, para que realmente tenga sentido haberlo acaparado: darle un uso en favor de los demás, así los demás en su momento estarán en favor de uno.

 
Claro, este discurso hoy en día parece que suena a rancio. Sin embargo también es actual, y deberá serlo, para quienes venimos por la iglesia y nos decimos cristianos. Un seguidor de Jesús no puede hacer cualquier cosa con el dinero: hay un modo de ganar dinero, de gastarlo y de disfrutarlo que es injusto pues olvida a los más pobres.
 
Dios no premia con dinero a los buenos, y castiga con la pobreza a los malos. Sabemos que no es así. Ese no es el Dios de Jesús. Ese no es nuestro Dios.
 
Seamos, pues, sagaces con el uso que hacemos del dinero, porque a Dios no le puede agradar que con él estemos afrentando al hermano, negándole el pan y la sal, impidiéndole vivir, y jactándonos y humillándole al querer hacerle ver que Dios está más de nuestra parte que de la suya porque triunfamos.
 
Eso no puede ser.

Domingo 24º del Tiempo Ordinario



Para explicar Jesús cómo ese Dios al que él llama Abba utilizó muchas palabras, expresiones y relatos. Pero nada tan completo como la parábola que hoy escuchamos del Padre bueno, que hay que leer unida a otros dos dichos de Jesús, que posiblemente él no unió, pero que están íntimamente relacionados.

Hemos escuchado tantas veces la parábola del Hijo pródigo que casi lo podíamos haber narrado entre todos, haciendo voces diferentes.

Todo ya está dicho, por activa y por pasiva. Pero siempre hay que fijarse en algún detalle. Hoy, por ejemplo, quiero insistir en el detalle de que el Padre no se queda en casa, triste viendo al hijo marcharse, o alegre a la puerta recibiéndole.

Porque nuestro Dios es el Abba de Jesús que, como la mujer que ha perdido una moneda, se arremanga, coge la escoba y hurga por todos los rincones de la casa hasta dar con ella. O como el pastor a quien se le ha extraviado una oveja; deja a buen recaudo el resto del atajo y camina hasta encontrarla. Gozoso se la trae sobre los hombros.

Con harta frecuencia buscamos nuestra independencia, porque la búsqueda de la autonomía y de la felicidad parece que nos pide que borremos de nuestra vida a un Dios que nos domina, que limita nuestra libertad, que no nos deja ser lo que queremos. Y cuando lejos de esa amistad que nos funda, nos vamos descomponiendo, hasta el extremo de desordenar por completo nuestra existencia, sólo la vuelta a ese centro vital es capaz de devolvernos nuestra propia identidad.

Pero en esa vuelta a Dios no estamos solos. Él también está ansioso buscándonos. Y sólo en el abrazo y el beso del encuentro descubrimos el amor del que somos objeto y del amor que nosotros somos capaces de ofrecer.

Esos abrazos y besos hablan del amor de Dios mejor que todos los libros de teología. Ahí descubrimos que en realidad siempre ha estado con nosotros, no importa qué estuviéramos haciendo si alejándonos o acercándonos, huyendo de Él o retornando. Junto a él encontramos una libertad más digna y dichosa y seremos de verdad felices.

Domingo 23º del Tiempo Ordinario


En cualquier actividad, económica o social, nos movemos por los números. Estadística, se dice. Según esto, aquello que tiene muchos usuarios, es bueno, y triunfa. Y lo que tiene pocos, no es bueno y hay que desecharlo.
 

En la Iglesia también existe esa manera de considerar las cosas. Lo que importa, parece, es que haya bautizos, cuantos más mejor. Y primeras comuniones, y bodas, porque así veremos todos que estamos en la verdadera iglesia, y que la razón nos asiste. El número es nuestra fuerza.

Jesús no parece estar por esta manera de considerar las cosas. Cuando ve que le sigue mucha gente, va y les dice que se lo piensen bien, porque no es cualquier cosa ser discípulo suyo y estar por el Reino. Ese Reino es tan especial que hay que ponerlo por encima de todo:


- antes que los condicionamientos familiares y sociales;
- antes que el propio interés;
- por delante del dinero y de cuanto tengamos acumulado.


Y ante la dificultad de hacer esto, Jesús avisa que hay que pensárselo, que es una decisión que conviene reflexionar y no tomar a la ligera. Porque pudiera ocurrir que no pudiéramos llevarla adelante porque nos hemos precipitado al calcular nuestro convencimiento o nuestras fuerzas.


Pero, Jesús no trata de meter miedo a nadie. Tampoco quiere echarnos fuera pidiéndonos un imposible. Así pudiera sonar eso de odiar a la propia familia.


A veces ocurre con el evangelio que lo entendemos literalmente. Como entendido así parece descabellado, hacemos como que no lo oímos, y, aunque contestemos Palabra del Señor, no terminamos de aceptarlo.


A estas palabras del evangelio se las ha dado muchas explicaciones. Como si quienes debemos comentarlo tuviéramos un conocimiento especial, y estuviera en nuestra mano su sentido cierto. Pero no es así.


Jesús habla a toda la gente, pero habla también a cada persona. Lo que dice a todos, cada quien ha de recibirlo por sí mismo. De modo que con estas palabras Jesús está diciéndonos a cada uno de nosotros qué le pide para considerarlo discípulo.


Nos toca escucharle, entenderle, dialogar con él, y tomar una decisión, que siempre será personal, propia e intransferible.


Y hacerlo confiando en él, que nos asegura que si dejamos todo por el Reino, lo ganaremos todo redoblado.

Música Sí/No