Domingo 13º del Tiempo Ordinario



Como soy incapaz de tocar las tres lecturas que contienen demasiado mensaje, voy únicamente a comentar por encima el texto de San Pablo. ¡Pobre apóstol de los gentiles!, a quien se le achaca haber falseado el evangelio y haber configurado la Iglesia a su personal entender.

Una cosa debiera quedarnos clara con toda claridad: Hemos llegado a conocer a Jesús de Nazaret, al Cristo de la fe, gracias a la Iglesia. Y en ese tesoro de Tradición Eclesial que ha llegado hasta nosotros, San Pablo ocupa un lugar que no puede discutirse.

En el texto que acabamos de escuchar, de su carta a los Gálatas, San Pablo hace una afirmación que hoy nos suena mal, como otras expresiones suyas de otra índole, pero que a pesar de ello es pura verdad: «Para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado.»

Nosotros pensamos que somos libres porque hemos conquistado la libertad. Y como libres, no tenemos que dar cuenta a nadie de nada; somos soberanos de nosotros mismos.

No ocurre así cuando hablamos de libertad en sentido profundo. No se alcanza a base de puños, porque las cadenas que esclavizan no son de hierro; nuestra esclavitud era de otra pasta, y requería un liberador. Igual que el pueblo judío era incapaz de salir de Egipto por sí solo, y allí permanecía esclavo. Necesitó que alguien le sacara de allí. Así nosotros tampoco éramos capaces.

Pero Cristo nos ha liberado, y ya no podemos volver a la andadas, viviendo como si fuéramos esclavos.


Y estaríamos en lo de antes si…

- si os mordéis y devoráis unos a otros, porque tenéis que haceros esclavos unos de otros por amor;

- si realizáis los deseos de la carne, pues la carne desea contra el espíritu y el espíritu contra la carne; andad según el Espíritu;

- si os ponéis bajo el dominio de la ley, porque quien tiene que guiaros es el Espíritu.

Sólo en libertad podemos atender la llamada de Jesús, como lo hizo el profeta Eliseo, como lo expresa el Evangelio, como lo requiere de nosotros la tarea del Reino de Dios, como nos lo pide la Iglesia.

Domingo 11º del Tiempo Ordinario


     El domingo pasado alguien me avisó lo que a un cura que se enrollaba mucho en misa le dijeron: "Al avío, padre cura, que la misa no engorda y en que en tiempo de melones, sobran los sermones". Yo sé muy bien lo que el cura respondió entonces, retóricamente claro: "Hijo, ¿y en tiempo de sandías, qué? En tiempo de sandías… ¡hasta las homilías!"

     Capto, pues, la indirecta de que sea más breve en mis intervenciones en público y de que en verano levantemos un poco las exigencias homiléticas.

     Dicho lo cual, a estas alturas de nuestra historia y de nuestra fe sería muy conveniente que todos y todas cayésemos convencidos de que Dios nunca se niega al perdón. Quien es amor no puede condenar. Y que cuando hablamos de ello sólo estamos proyectando nuestro modo de actuar y nuestros propios defectos. Vemos que son otros los que quieren apartar de Jesús a la mujer, y es precisamente Jesús el que recibe y acoge, el que reconcilia y despide en paz.

     Lo hizo Jesús con los niños, con los enfermos, con los extranjeros, con las mujeres, en fin, con los más desvalidos y rechazados de su tiempo. A todos acogía, en ellos quiso y quiere verse tratado y atendido.

     No quiero dejar de comentar una frase que despunta en el evangelio: «Sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor: pero al que poco se le perdona, poco ama». No parece que Jesús esté concediendo el perdón gracias al esfuerzo personal, ni tampoco al arrepentimiento comprobado. Sólo aparece una razón: hay perdón porque hay amor.

     Dios sólo sabe amar, no sabe otra cosa; tampoco podría hacer otra diferente. Sabernos amados por Dios produce en nosotros lo que llamamos perdón, que es el resultado del amor de Dios sobre nuestra ignorancia, nuestra inconstancia y nuestra altivez. El juicio se da en nosotros, no en Dios, al vernos confrontados con su amor.

     Por tanto ni nos separemos de Dios, ni apartemos de Dios a los demás. Jesús no lo hizo, todo lo contrario: "Pues yo, cuando sea levantado de la tierra, tiraré de todos hacia mí" (Jn 12, 32)

Domingo del Corpus Christi

Hacer memoria de Jesús

     Al narrar la última Cena de Jesús con sus discípulos, las primeras generaciones cristianas recordaban el deseo expresado de manera solemne por su Maestro: «Haced esto en memoria mía». Así lo recogen el evangelista Lucas y Pablo, el evangelizador de los gentiles.Desde su origen, la Cena del Señor ha sido celebrada por los cristianos para hacer memoria de Jesús, actualizar su presencia viva en medio de nosotros y alimentar nuestra fe en él, en su mensaje y en su vida entregada por nosotros hasta la muerte. Recordemos cuatro momentos significativos en la estructura actual de la misa. Los hemos de vivir desde dentro y en comunidad.
     La escucha del Evangelio. Hacemos memoria de Jesús cuando escuchamos en los evangelios el relato de su vida y su mensaje. Los evangelios han sido escritos, precisamente, para guardar el recuerdo de Jesús alimentando así la fe y el seguimiento de sus discípulos.
     Del relato evangélico no aprendemos doctrina sino, sobre todo, la manera de ser y de actuar de Jesús, que ha de inspirar y modelar nuestra vida. Por eso, lo hemos de escuchar en actitud de discípulos que quieren aprender a pensar, sentir, amar y vivir como él.
     La memoria de la Cena. Hacemos memoria de la acción salvadora de Jesús escuchando con fe sus palabras: "Esto es mi cuerpo. Vedme en estos trozos de pan entregándome por vosotros hasta la muerte... Éste es el cáliz de mi sangre. La he derramado para el perdón de vuestros pecados. Así me recordaréis siempre. Os he amado hasta el extremo".
     En este momento confesamos nuestra fe en Jesucristo haciendo una síntesis del misterio de nuestra salvación: "Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. Ven, Señor Jesús". Nos sentimos salvados por Cristo nuestro Señor.
     La oración de Jesús. Antes de comulgar, pronunciamos la oración que nos enseñó Jesús. Primero, nos identificamos con los tres grandes deseos que llevaba en su corazón: el respeto absoluto a Dios, la venida de su reino de justicia y el cumplimiento de su voluntad de Padre. Luego, con sus cuatro peticiones al Padre: pan para todos, perdón y misericordia, superación de la tentación y liberación de todo mal.
     La comunión con Jesús. Nos acercamos como pobres, con la mano tendida; tomamos el Pan de la vida; comulgamos haciendo un acto de fe; acogemos en silencio a Jesús en nuestro corazón y en nuestra vida: "Señor, quiero comulgar contigo, seguir tus pasos, vivir animado con tu espíritu y colaborar en tu proyecto de hacer un mundo más humano".

José Antonio Pagola

Música Sí/No