Domingo 13º del Tiempo Ordinario


«Dios no hizo la muerte ni goza destruyendo a los vivientes. …Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su propio ser», dice la primera lectura. Porque nuestro Dios es la vida misma, y a todo ser humano se la regala.
Sin embargo, la realidad nos dice que muchos no gozan de ella, que por donde miremos encontramos personas que viven muriendo o que mueren incluso antes de empezar a vivir.
El texto evangélico de hoy, largo y hermoso, habla de esto.
Hay personas que tienen una vida que no es vida, que es auténtica no-vida. La mujer con flujos de sangre es el prototipo de aquellos seres humanos que nunca han sido aceptados en la comunidad humana, por impuros, por indignos, por carecer de valor.
Hay también personas que se niegan a aceptar la vida que se les ofrece, porque ya está recortada desde el principio, porque otros se la han instrumentalizado, porque desde el mismo origen lleva el estigma del oprobio. La hija del jefe de la sinagoga, postrada en cama, muriéndose, está ofreciendo resistencia a vivir lo que para ella es no vida.
Ante ellas, Jesús se manifiesta como la Vida, como el regalo divino de un Dios que nos quiere hasta la auténtica locura. Él nos quiso inmortales y no se contenta con las medias vidas o semividas que nuestra sociedad y nuestro mundo permite a quienes excluye y estigmatiza.
La hemorroisa, superando su propio miedo, liberándose de sus cadenas personales, expresándose en alta voz en medio de la muchedumbre que ni la ha tenido en cuenta, recibe la vida del simple contacto físico con Jesús. De Jesús ha salido esa energía, pero ha sido ella misma quien la ha atraído y asumido.
La niña, atendiendo a la voz que la reclama, responde a la vida levantándose y aceptándola.
Doce años de enfermedad en una, doce años de edad en otra; el número doce, símbolo de la totalidad, habla también de un fallo de ahora y de siempre en nuestro ser de humanidad social y religiosa que Jesús viene a romper, para que a partir de Él nadie viva al margen y sin vida.
Pensemos en qué medida y en qué aspectos tenemos en nuestras propias personas aspectos tanto de la mujer sangrante con de esta niña muerta. Formados siempre en una conciencia de pecado, nos hemos sentido indignos de tantas cosas, comunión sacramental incluida. Frente a los sabios y fuertes de este mundo y de la Iglesia, nosotros ignorantes y débiles, callar y obedecer, no saber, no opinar, un casi no existir.
Con Jesús, el Salvador, el Libertador, nuestras heridas secretas están curadas. La vida que tenemos y también somos no admitirá ya nunca más límites ni imposiciones, porque es Dios mismo el que se ofrece como sólido garante.

Domingo 12º del Tiempo Ordinario


Después de haber celebrado la Pascua, a Jesús resucitado, y de otras fiestas bien importantes como la Santísima Trinidad y el Corpus, la liturgia nos introduce en la vida de la Iglesia. Este tiempo en el que ahora estamos se llama ordinario y es muy largo, dura justo hasta adviento.
La primera consideración que se nos ofrece es esta de hoy, el miedo como un serio peligro para la Iglesia y para los cristianos. Tan serio que incluso amenaza con dar al traste con todo.
Resulta paradójico que sea así. Generalmente los papás que piden el bautismo para sus hijos lo que buscan en el fondo es seguridad, acabar con el miedo a lo incierto, dar a quien aman certeza de que no van a estar en el futuro expuesto a la incertidumbre de las circunstancias. Dentro de esta institución tan grande y tan fuerte, los cristianos nos sentimos en casa y seguros.
El relato de la tempestad en el lago del evangelio de hoy se refiere a todo esto.
La barca simboliza a la Iglesia en cuyo interior está la comunidad. Con Jesús, aunque dormido, todo está en orden. La otra orilla es lo contrario de esta orilla; ésta es lo conocido, lo trillado, donde sabemos y podemos desenvolvernos, de ella partimos; la otra orilla es donde tenemos que estar, es desconocida, supone el lugar donde Jesús nos manda arribar porque allí está nuestra tarea.
La tempestad no es tanto del mar embravecido, que a expertos marineros no ha de suponer mayor problema. No es ella el origen del miedo. El miedo se debe a la actitud misma de los discípulos; con Jesús dormido piensan que ellos solos no serán capaces de hacer pie en el otro lugar, que la otra orilla será terreno peligroso y lo desconocido se convierte en lugar inhóspito. El miedo atenaza, pero sobre todo incita al repliegue, a la vuelta a lo seguro, a no cumplir la misión, a renunciar renegando de quien nos envía y acompaña. La Iglesia puede tener miedo y dejarse llevar por el pánico.
La respuesta de Jesús es: no seáis cobardes, superad vuestros miedos, tened fe. Si Jesús nos envía, Él mismo se encargará de que superemos las dificultades, incluso salvando nuestros errores.
La Iglesia está hecha de seres humanos, pero tiene el aliento de Dios, que no falla. No dudemos de su palabra ni de su presencia.

Domingo del Corpus Christi


¡Cuántos ratos buenos! ¡Cuántas comidas juntos! En torno a Jesús se había constituido un grupo variopinto de personas que durante un tiempo no demasiado largo habían pasado, de vivir de forma individual y separada, a participar de los sueños que aquel ser humano portentoso, cuya palabra sosegaba el ánimo, atraía y arrastraba por su autoridad frente a la enfermedad y la injusticia, anunciaba como inminente el Reino de Dios y se dirigía a Yahvéh con la candidez de un niño, llamándole Abba.
Comieron en el campo, comieron en fiestas, comieron de los trigales de camino, comieron compartiendo en milagrosa solidaridad panes y peces. Junto a él cada uno se olvidaba de su apretado presente para vivir adelantado un futuro de utopía, igual que el pueblo Israel soñó con una tierra que manaba leche y miel. Junto a él y con él, vivieron ya de la plenitud aún no alcanzada, donde el hambre sería saciada y las lágrimas enjugadas.
Aquella cena, sin embargo, era distinta. Algo en el aire hacía presagiar que eso nuevo, que aún no, ya era inminente.
Y Jesús tomó el pan y dijo: Esto es mi cuerpo. Y tomó el cáliz y dijo esta es mi sangre. Y paradójicamente el evangelista no nos dice si comieron y bebieron, y tal parece que no. Que cada quien comió de su pan y bebió de su vino.
Y luego llegó el apresamiento, y el juicio y la condena. Su muerte les desanimó de tal manera que decidieron volverse para casa, todo había acabado, sólo fue un sueño.
Camino de Emaús, aquellos dos lo descubrieron partiendo el pan y ofreciendo el vino. Aquel gesto compartido y tantas veces repetido, eso tan natural y familiar de “comer juntos”, les abrió los ojos y el corazón.
En la playa fueron peces, en el cenáculo pescado asado. De nuevo la comida es el gesto que induce al reconocimiento: el Señor está vivo, no fue sueño, no; venció a la muerte y resplandece de vida.
Partir el pan por las casas se convirtió en el modo natural no sólo de recordar sino de hacer presente al Jesús resucitado. Comerlo y beberlo fue desde el principio la manera de decir que su utopía del Reino de Dios era ya presente, y vivir de él y para él era el santo y seña de identidad de los que juntos eran comensales.
Comer y beber juntos, desde entonces, hace Iglesia. Comulgar en comunidad al Señor hace Cuerpo de Cristo, Sacramento de Dios para la salvación del mundo. Desde entonces se adora a Jesucristo comulgándolo, haciéndolo propia vida, haciéndonos uno con Él.
Celebrar la Eucaristía es anunciar el Reino, es compromiso de solidaridad y justicia, es rebeldía contra la exclusión que cierra puertas, es promesa de paz universal que a todos llega.
No es posible, ni entonces ni ahora, comulgar con Jesús y no estar con comunión con toda la creación.

La Santísima Trinidad


Dios es una palabra que usamos mucho los creyentes. Seamos de la religión que sea, si contáramos al cabo de un día la de veces que mentamos a Dios saldría una cifra con muchos ceros. Esto multiplicado por los que somos, saldría aún muchísimo mayor.
Y sin embargo, ante palabra tan fácil, hacemos un problema enorme cuando tratamos de explicarlo, aunque sólo sea decirlo.
Tenemos una manera muy cercana y útil para hacerlo facilito. El Credo. Sólo son tres versos, pero hay que leerlos y degustarlos.
1. «Creo en Dios Padre, creador del cielo y de la tierra».
2. «Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor».
3. «Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida».
Fijaros que es lo mismo que decimos cuando nos signamos o persignamos con la cruz. Lo decimos en este orden, pero a lo mejor habría que cambiarlo, buscando el que mejor se acomode a nuestra propia fe.
Intentémoslo.
La mayoría de nosotros hemos llegado a la fe porque la hemos recibido de nuestra familia. ¿Cómo ha ocurrido eso? Tal vez porque funcione una especie corriente interna a los seres humanos que va conduciendo su existencia, de generación en generación, escogiendo lo mejor y abandonando lo peor, para transmitírselo a los hijos.
Así hemos conocido a Jesús, sí el de los Evangelios, el que comulgamos, el que nos hace vivir el día más feliz de nuestra vida, nuestra primera comunión. Jesús vino al mundo para enseñarnos quién es Dios. Nosotros le suponíamos creador de todo, como un artesano de cielos, tierras y mares, de estrellas y del infinito firmamento. Pero Jesús le llama Abba, Padre. Y nos dice qué cosas sueña sobre nosotros, y a eso lo llama Reino de los cielos: donde todos se quieren, donde las lágrimas son enjugadas, donde el sufrimiento se convierte en alegría, donde el luto es vida y donde la justicia se hace para todos. Se trata de un padre que tiene siempre su puerta abierta de par en par, para que volvamos cuantas veces nos hayamos marchado. Un padre que es una auténtica gozada de padre. Es creador, y mucho más, con una auténtica mamá.
En Jesús resucitado, vencedor de la muerte, hemos descubierto a Jesús Hijo de Dios.
Y Jesús nos dejó su Espíritu, como lo más íntimo suyo en nosotros, el que nos dará fuerza, y luz, y compañía, y hasta sentido común para avanzar en nuestras cosas, fáciles o difíciles.
Ahora podemos hacernos la pregunta: ¿Quién o qué es Dios? ¿Cómo es nuestro Dios? Y no deberíamos tener ningún problema para responder repitiendo los tres primeros versos del Credo que rezamos.
Y la vida misma, los “signos de los tiempos”, para las “personas de espíritu”, nos marca la orientación y los caminos que hemos de seguir para ser fieles al Padre de Jesús, en el Espíritu.
O como ha dicho un amiguete mío no hace mucho: “En el Espíritu, por el Hijo al Padre”, justamente como quien se santigua, sólo que al revés.

Al cumplirse un año…


Hace un año que publico en este lugar el texto que preparo cada domingo y día festivo para que me sirva de apoyo en mis homilías parroquiales.

Pocas veces la leo ante mi gente; suelo hablar como dialogando, y también invitando a intervenir a quienes lo deseen, aún sabiendo que eso da mucho "corte" y que no es nada fácil para nadie expresar en público lo que uno tiene dentro. Tampoco en nuestra Iglesia se ha educado, y mucho menos alentado, para hacerlo. Más bien al contrario; se ha dicho que la homilía es del ministro ordenado. Los demás, si tienen algo que decir, que lo hagan en otro momento…

El caso es que estos textos que aquí expongo, trabajados y estudiados con ayuda de personas más capaces, no necesariamente constituyen lo que luego, celebrando la Eucaristía, digo como homilía.

Al cumplirse el primer año de esta publicación abro la posibilidad de que quienes lo deseen dejen su comentario.

Música Sí/No