Domingo 5º de Cuaresma


Este domingo, y especialmente este texto evangélico, son el auténtico pórtico de la Pascua.
En plenas fiestas, un grupo de extranjeros, interesados por conocer a quien tiene cierta notoriedad, buscan la manera de ser presentados en persona. Eso que solemos hacer tan frecuentemente, buscar aliados y recomendaciones para no esperar.
Jesús se adelanta a las presentaciones protocolarias y habla de sí mismo, pero de la manera menos esperada:
-«Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará.»
Resume en estas pocas frases todo él: su vida, sus palabras, sus gestos con las gentes, sus signos que tanta fuerza tenían, sus silencios tan significativos, sus miradas tan entrañables, su anuncio del Reino de Dios.
El que quiera estar con él, debe ponerse en el mismo lugar en el que está: como el grano de trigo, pudriéndose en la tierra; como el que se aborrece a sí mismo para amar a los demás; como el que sirve, y sigue a quien se hace servidor de todos y camino hacia el Padre.
La respuesta que se oye, como un trueno, como un ruido indescifrable, es la confirmación de lo que todos acaban de oírle. Y es el Padre el que dice:
-«Lo he glorificado y volveré a glorificarlo».
Jesús no está solo, aunque le veamos solo. No camina hacia Jerusalén en compañía únicamente de aquel grupo de pequeños cobardes, que desertarán en cuanto puedan.
El Padre va con él, incluso se sitúa en el mismo lugar que él; también está en la cruz. En su silencio, ahí está, impotente de tanto amor hacia nosotros.
Los cristianos, como aquellos griegos extranjeros, como los apóstoles y los discípulos, queremos, no ya sólo ver a Jesús, también estar con Él.
Pues esto es lo que significa estar con Jesús: «donde esté yo, allí estará mi servidor». Esto es ser cristiano: estar donde estaba Jesús, ocuparnos de lo que se ocupaba él, tener las metas que él tenía, estar en la cruz como estuvo él, estar un día a la derecha del Padre donde está él.
Y si estamos con Jesús, tampoco nosotros estaremos solos.

Domingo 4º de Cuaresma


¡Quién no ha entrado nunca a comprar algo en una farmacia! Nos dan lo que pedimos y lo suelen meter en una bolsita pequeña, justo a la medida del envase que nos llevamos. En la bolsa figura el nombre del farmacéutico titular y casi siempre le acompaña la imagen de una serpiente. No sé si os habréis fijado. La serpiente se ha asociado desde el origen de la humanidad a las prácticas de sanación y curanderismo. Hoy día la medicina sigue incorporando su imagen.
Y de alguna manera de esto se pasó Jesús toda una noche hablando con un señor, llamado Nicodemo. De curación y sanación. Recordaron un hecho que le sucedió al pueblo judío en el desierto, cuando muchas personas fueron mordidas por serpientes; Moisés fabricó una serpiente de bronce y la colocó en alto, de manera que quien estuviera mal con sólo mirarla quedaba curado.
Jesús se presenta ante Nicodemo como la medicina de Dios para el mundo y para el ser humano. Dios se pone a la vista, y sólo hay que mirarle, ni siquiera hay que guardar cama: quedamos curados. Porque es Él la medicina y el tratamiento completo, no nos exige a nosotros nada, sino sólo dejarnos hacer.
Nosotros, como Nicodemo, enseguida estamos dispuestos, y así lo decimos, a hacer cosas; al médico que nos atiende le preguntamos todo ansiosos, qué he de hacer. Imaginémonos que nos dijera: tú absolutamente nada, sólo creer y aceptar. Diríamos: esto es milagroso.
Pues eso. Es el milagro del amor de Dios, que ni siquiera está esperando que nosotros amemos. Él se humana para humanizarnos; se acerca para acercarnos, para aproximarnos unos a otros; se entrega para producir en nosotros la reciprocidad y la donación mutua.
Nicodemo no debía de entender gran cosa, y eso que era sabio. Lo mismo nos pasa a nosotros, seguimos sin entender y esperamos agobiar a Dios con nuestras muchas y evidentes obras.
Estemos tranquilos; a Dios no le podemos ofender, no le conseguiremos quitar parte de sí por nuestros pecados, no hay manera de que le apaguemos la luz y el calor que constituye la fuerza de su amor. De modo que tampoco le podemos devolver lo que no le hemos quitado, ni añadir más a lo que ya es. Dios tampoco es un juez que espere nuestro castigo en un juicio sumarísimo.
Dios se hizo presente en el mundo, en el hombre Jesús de Nazaret, porque quiere tanto al mundo, que no soportaba más estar lejano, distante, desconocido. Dios se humanizó en Jesús.
Nosotros, humanizándonos, encontramos la luz y amamos la luz. Por el contrario, endiosándonos, encontramos las tinieblas y toda nuestra vida proyecta oscuridad. No hay cosa más turbia y oscura que una persona que sólo aspira a subir, trepar, instalarse. Como no hay luz más poderosa que la luz del que es tan humano que no tiene nada que ocultar, de forma que sus obras y su vida todo entera, contagia bondad y humanidad.

Domingo 3º de Cuaresma


Hay una relación un tanto rara, pero la hay, entre las tres lecturas de esta celebración.
La primera nos recuerda los términos de la alianza que Dios establece con su pueblo. Lo conocemos como los diez mandamientos, que todavía siguen importando en nuestra vida. Hemos de notar que salvo los tres primeros, que podríamos denominar como mandamientos puramente religiosos, el resto se refieren a actitudes propias de la convivencia humana. Yo me atrevería a afirmar que Dios propone a la humanidad una alianza más profana o laica que religiosa o sagrada.
El evangelio nos relata el episodio del templo, -que por cierto lo incluyen los cuatro evangelios y que por tanto tuvo que ser especialmente llamativo-, presenta a Jesús atacando la manera como se practicaba la religión en el templo. En un principio parece que Jesús está defendiendo la integridad del templo contra el mercantilismo que se había apoderado de él y de toda religiosidad judía. Pero en un segundo momento, a preguntas sobre su autoridad, da un giro inesperado y plantea la existencia y realidad de otro templo: su propia persona. Viene a decir: si como represalia por mi conducta en vuestro templo me destruís a mí, yo mismo me reedificaré. Y el evangelista añade concluyendo: «Él hablaba del templo de su cuerpo. Y, cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús.»
La segunda lectura, finalmente, es una interpretación de San Pablo que resume todo el evangelio. ¿Cuál es la buena noticia de Jesús? Ni los signos que piden los judíos, ni la sabiduría que veneran los griegos. Sino la pequeñez de un Dios crucificado que da fuerza a lo débil y hace sabio lo ignorante. Un Dios que no busca ser adorado en lo alto de los cielos ni en lo profundo de lo sagrado, sino en el día a día del encuentro de las personas que se reconocen, se respetan, se sirven y se empeñan y comprometen por construir la fraternidad. Y esto es un escándalo para el mundo, que predica la verdad del “sé egoísta, mira sólo por ti mismo”; y es una necedad para quienes nos ofertan una vida libre de problemas, sin complicaciones, en suma, bailar al son que ellos toquen.
Y no lo dudemos, el mundo seguirá crucificando a quienes no se amolden a sus planes.

Domingo 2º de Cuaresma


El Evangelio dice que Jesús se hizo acompañar por Pedro, Santiago y Juan, y con ellos subió a una montaña muy alta, y allí arriba, delante de ellos y junto a Elías y Moisés, se transfiguró. Y no sabéis los ríos de tinta que se han gastado y la de páginas que se han escrito comentando este pasaje evangélico. Ideas no faltan para estar hablando de esto durante mucho tiempo. Pero tenemos sólo un ratito y son tres las lecturas bíblicas que hemos escuchado.
Cuando tenemos unos días libres y podemos salir de vacaciones solemos escoger entre el mar y la montaña. Otros se van a ver a la familia. Cada uno según sus gustos. Yo he de reconocer que me chifla la montaña. No soy escalador ni montañero de postín; apenas andarín, pero disfruto con los preparativos, mirando mapas y estudiando alternativas. Para subir hay que ir algo preparado: calzado, ropa, alimentos, agua, en fin todo lo necesario y nada que sea superfluo. Y mirar el tiempo meteorológico y el tiempo del reloj. Conviene madrugar, porque el regreso hay que hacerlo preferentemente con luz solar.
Una vez se comienza a andar ya se nota que los pies se van volviendo cada vez más perezosos, y que las rodillas, los tobillos, las caderas, que normalmente no las sentimos, empiezan a hacerse presentes dándose a notar. Incluso la boca se niega a hablar y reclama agua. La respiración se hace más profunda y más rápida. Cuando la senda se empina como que se sube la sangre a la cabeza y siente uno el martilleo del pulso en lo alto de las sienes. Si se para uno a recobrar el aliento y mira hacia arriba y luego hacia abajo, la pregunta surge rápida: ¿qué hago yo aquí, a dónde pretendo llegar, no estaría mejor allá abajo junto al riachuelo tumbado sobre la hierba? Mirar hacia arriba te da hasta mareo. Pero uno sigue y llega al final. Y el espectáculo de la cima le transfigura a uno de tal manera, que ya no piensa en el esfuerzo realizado, en el cansancio, en el peso que tiene la mochila; y hasta se olvida uno de que hay que volver a bajar, porque allí hasta puede ser peligroso permanecer más tiempo del prudencial.
Hoy tenemos en el evangelio una bonita imagen de lo que es la vida cristiana. Sí, está la transfiguración, la gloria y la meta, la felicidad del Reino de Dios en todos y para todos. Pero está la subida, que hay que hacerla en buena compañía y sin ahorrar esfuerzo y hasta sacrificio. Está la cruz, tan difícil de encajar en nuestra vida, pero que debemos asumir como la asumió el mismo Jesús. Como Pedro podemos negarla, y pretender participar sólo de lo que nos apetece y nos causa placer. El Reino sufre violencia, dijo Jesús.
Así lo entendió también Abrahán, cuando sin pensarlo, porque ¡cómo lo iba comprender!, coge a su hijo Isaac y lo necesario para el sacrificio para llevar a cabo obedeciendo el mandato de Yahvéh.
Pero no, Dios no quiere esos sacrificios. Sólo aceptó el de su Hijo, como dice San Pablo en la segunda lectura de hoy. La única violencia que nos está permitida, y que es obligada si estamos por Jesús y por el Reino de Dios es la propia de negarnos a nosotros mismos. En nuestra vida cristiana no tenemos más enemigo que nuestro yo, que se quiere constituir en el centro de la vida, y ofrece resistencia al amor a los demás y a nuestra opción por seguir a Jesús en el servicio entregado y en la fraternidad.
Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? Dios es quien justifica, ¿quién va a condenarnos? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios si Él es el fiador?

Música Sí/No