Domingo 13º del Tiempo Ordinario. En la fiesta de San Pedro y San Pablo


Ayer leí un artículo de un teólogo sudamericano, Leonardo Boff, que me hizo mucho bien. “El Espíritu llega antes que el misionero”.
Tradicionalmente los cristianos católicos hemos defendido, a veces incluso violentamente, que sólo en la Iglesia católica está Dios. Se puede decir que la intransigencia y la intolerancia han sido nuestra norma, imponiéndola por doquier.
Dicho en términos vulgares, hemos sido más papistas que el papa.
Pero Dios estaba mucho antes. Y Jesucristo estaba antes. Si no, de qué van Pedro y Pablo y el resto de los Apóstoles a conseguir lo que lograron.
«El Espíritu del Señor aleteaba sobre las aguas», dice uno de los primeros párrafos de la Biblia.
Dios es antes que el cristiano, y antes que el misionero. Dios está antes, durante y después.
Y esto lo tuvieron bien claro Pedro y Pablo. Y lo tuvieron también claro todos los que han sido testigos cualificados del Evangelio del Reino.
En la fiesta de San Pedro y San Pablo, también comunidad de fe, inseparables en la evangelización, los creyentes en Jesús y constructores de su Reino debemos reconocer la primacía del Espíritu sobre nuestra pequeña colaboración y plegarnos dócilmente a su influjo, para que sea Él, Dios, quien conduzca a esta Iglesia tan divina y tan humana al mismo tiempo.
Somos sembradores, somos simples obreros. Cuando acabemos diremos: “hemos hecho lo que teníamos que hacer”. Como dice San Pablo: «Porque, ¿qué es Apolo y qué es Pablo? Simples servidores por medio de los cuales llegasteis a la fe; cada uno, según el don que el Señor le concedió. Yo planté y Apolo regó, pero el que hizo crecer fue Dios. Ahora bien, ni el que planta ni el que riega son nada; Dios, que hace crecer, es el que cuenta. El que planta y el que riega forman un todo; cada uno, sin embargo, recibirá su recompensa conforme a su trabajo. Nosotros somos colaboradores de Dios.»

Domingo 12º del Tiempo Ordinario

El otro día contó Arguiñano un chiste entre cortar carne y encebollar pescado, que no era nuevo, pero tuvo su gracia. Es ese que dice de un cura que se cayó a un pantano. Por tres veces fueron los bomberos a rescatarlo, y por tres veces él los despidió diciendo: "Confío en el Señor. Él es mi refugio y salvación". Al fin el cura se ahogó, y como había sido un buen cura fue al cielo. Al encontrarse con el Padre eterno el cura le increpó diciendo: "Señor, yo confiaba en ti, y estuve esperando que me ayudaras". Y Dios le respondió: "¡Y te parece poco que te mandé por tres veces a los bomberos!"
Hay algunos que dicen que vivimos tiempos difíciles. Piensan que la Iglesia está amenazada, que ya no hay libertad para predicar el evangelio ni vivir la vida cristiana. Nuestro mundo está corrupto y empecatado. Hasta van más allá y afirman que Dios va a castigarnos a todos. Dicen que este mundo está perdido, que si no hacemos algo y rápido llegará la destrucción total.
Si estamos atentos a veces oímos este discurso, o palabras parecidas, en la boca de algunos eclesiásticos, de sacerdotes y laicos. No predican un evangelio de esperanza ni de salvación sino de condenación y castigo. No son profetas de vida sino de muerte.
Lo primero que deberíamos pensar es que no ha habido tiempos fáciles para el evangelio. Ni al principio ni al medio ni ahora. No fue fácil para Jesús que terminó en la cruz. Ni para sus seguidores que conocieron de muchas maneras la persecución y el martirio. Por otra parte, tampoco los creyentes han sido siempre ejemplares en la vivencia de su fe. Pero en esas difíciles condiciones ha sido como el evangelio se ha ido extendiendo por todo el mundo.
Porque hay una verdad de fondo que no podemos olvidar: si el evangelio ha llegado a nuestras manos ha sido porque es obra de Dios y no obra nuestra.
Por mucho que hablen y prediquen los profetas de desgracias no es verdad que este mundo se hunde y que vamos a peor. No es verdad. En realidad vamos a mejor porque Dios, nuestro Dios, el Abbá de Jesús es el que maneja los hilos de la historia y nos va guiando hacia el Reino. No hay que tener miedo. No hay razón para temer.
“Dios escribe derecho sobre renglones torcidos.” Y eso es parte de nuestra fe.
Las lecturas de hoy son una llamada a la esperanza. Nos vienen a decir que el cristiano puede ser cualquier cosa menos pesimista, que creer en Dios es creer en el que está de parte nuestra, en el que tiene contados “hasta los cabellos de nuestras cabezas”. Por eso, Jesús repite dos veces en el evangelio: “no tengáis miedo”.
Naturalmente que suceden cosas horribles en nuestro mundo. Todos, también los creyentes, somos responsables, todos tenemos parte en la culpa. Pero aún así, como dice la carta a los Romanos, “no hay proporción entre el delito y el don”. La salvación que Dios nos ofrece en Jesús, la gracia, es tal que sobra para la multitud.
No hay lugar en la vida cristiana para las actitudes pesimistas. El evangelio no depende exclusivamente de nosotros (si así fuera…). El reino es voluntad de Dios. Es su obra. Y la está llevando adelante. A veces por caminos que nos resultan misteriosos.
Dios está con nosotros y no nos abandona. Está en el corazón de cada hombre y de cada mujer actuando su salvación, aunque nosotros no lo veamos -quizá deberíamos cambiarnos las gafas para percibir mejor esa presencia de Dios entre nosotros, en nuestra sociedad-.

Domingo 11º del Tiempo Ordinario


Lo que vimos el domingo pasado se continúa y profundiza hoy. Dios tiene un mirar diferente al nuestro. En la multitud que tiene ante sí, Jesús ve tras las apariencias su pobreza y desorientación: «al ver Jesús a las gentes se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, “como ovejas que no tienen pastor”».
La Iglesia de hoy, o sea nosotros todos, necesita poner en práctica la misma actitud de Jesús: ser más comprensiva, más misericordiosa, más en la línea de Jesús del compadecerse (padecer con), ante una realidad humana cuyo diagnóstico sigue siendo el mismo que entonces: la extenuación y agotamiento de quienes se han vaciado inmolando sus vidas a un ídolo (léase prestigio, dinero, estar en la onda) que no da nada a cambio y lo exige todo; eso por un lado, pero además el abandono, al no contar con buenos pastores dispuestos a dar la vida por los suyos.
Y Jesús elige a doce, pero ¡qué doce!. Nosotros, siguiendo la idea del domingo pasado, habríamos escogido doce autoridades, doce personas preparadas y modélicas. Pero no.
Jesús eligió a las siguientes personas:
Andrés, Felipe, Bartolomé, Tomás, Santiago Alfeo, Tadeo, y Simón el fanático, siete personas de las que apenas sabemos nada. O sea, del montón, no cualificados.
Pedro, Santiago y Juan, que eran unos “prendas”. A título personal, poco daban de sí. Pedro, “piedra”, inculto, fanático, tozudo y cobarde, es quien a pesar de sus bravuconadas, al final reniega por tres veces de su Maestro. Y Santiago y Juan, “los truenos”, sólo soñaban con un alto ministerio en la gloria que Jesús alcanzaría, pero pedían que un mal rayo desde el cielo partiera a quienes no atendían a su predicación. Otros “angelitos”. Pero es que como grupo los tres fueron testigos de tres momentos destacados de su vida junto a Jesús: la transfiguración en lo alto del monte, la resucitación de la hija de Jairo y la oración en Getsemaní. Y ¡menuda fue su actitud en los tres casos!
En la lista de Jesús está además, Leví, o sea Mateo, recaudador de impuestos y funcionario corrupto. Y para terminar, Judas el traidor.
Con este equipo se empezó. Ni Luis Aragonés lo mejoraría.
Mucho tendría que trabajar Jesús hasta hacerles comprender y poner en práctica su mensaje de amor, de renuncia a los privilegios y al poder, su doctrina de servicio hasta la muerte.
Mientras Jesús estaba con ellos, los discípulos se volverían una y otra vez al deseo de poder y de privilegios, hasta el colmo de dejar a su maestro solo en la cruz. Pero Dios recompondría aquella comunidad de discípulos decepcionados para hacerlos testigos fervientes de su mensaje de amor y servicio hasta los confines del mundo. Fue un largo camino no exento de dificultades, pero valió la pena. Al final podrían decir como Pablo en la carta a los romanos: «gracias a Jesús el Mesías, Señor nuestro, que nos ha obtenido la reconciliación, estamos también orgullosos de Dios», de un Dios débil, paciente, amoroso, todo servicio y entrega que se manifiesta en su hijo Jesús, dando la vida para que todos vivan. Jesús se convierte de este modo en la demostración más evidente del amor que Dios nos tiene.
Los doce somos todos, pues todos estamos llamados a derramar, a ejemplo de Jesús, la misericordia del Padre-Madre Dios. Cada uno con su estilo y su marca personal, con su esfuerzo y su creatividad, pero todos estamos convocados a la única tarea que realmente merece la pena en la vida: realizar en la tierra la misericordia de Dios.
Y estamos hablando de amor, de piedad; estamos hablando de gracia, de des-interés; por eso resulta tan gratificante y estimuladora aquella recomendación final de Jesús a quienes han de prolongar su tarea salvadora: «lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis». Estamos, más que en la órbita, en la galaxia de la gratuidad.

Domingo 10º del Tiempo Ordinario


Está claro que Dios no funciona como nosotros. La manera humana de hacer las cosas es contundente: el que vale, vale. A la hora de buscar ocupar un puesto, se elige entre los que cuentan con cualidades adecuadas. Las empresas se cuidan mucho de tener personas especializadas en cazar talentos. Porque es la manera normal que tenemos de valorar a las personas.
Es cierto que antiguamente en los trabajos se empezaba desde abajo. El aprendiz iba aprendiendo y subiendo. Llegaba a oficial de segunda, de primera, encargado de esto, jefe de lo otro, y tal vez terminaba de director general.
Esos tiempos han pasado. Ya tiene uno que dar la talla desde el principio.
Dios se fija de otro modo. Un beduino errante, Abrahan. Un funcionario hereje y corrupto, Mateo. Unos miserables judíos sin lugar donde caerse muertos.
Pero Dios los toma, amasa esa pobre realidad, y fabrica toda una historia de salvación tan grande que alcanza a toda la humanidad.
No lo hace Él solo, es verdad. Ni quiere, ni puede hacerlo. Cuenta con nosotros. Si Abrahan no se fía de Dios, la historia no sigue. Si Mateo no se levanta de aquella mesa, tampoco. Si el pueblo de Israel no sale de Egipto, la historia habría sido de otro modo.
Dios nos llama. En nosotros está responder.
Y responder a Dios es algo más que hablar diciendo sí. Es salir, ponerse en movimiento, dejar seguridades grandes o pequeñas, en fiarse de Dios, es lanzarse un poco a la aventura, al riesgo, a la improvisación, a hacer el camino paso a paso, a buscar compañeros que ayuden, a ayudar al caminante que flaquea, a asemejarse a los otros deshaciéndonos nosotros mismos.
En suma, seguir la llamada de Dios significa cambiar el centro de nuestra vida: quitarnos nosotros y poner ahí la voluntad del que nos llama, Dios.
Y ahí está el quid del asunto. Y ahí estamos nosotros, intentando seguir a Jesús tomándole a Él como modelo, y a Abrahán, y a Mateo, y a tantos otros a quienes llamamos santos, estén o no en los altares.

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